martes, 24 de julio de 2007

Capítulo 2

2

Había sido un largo verano apenas interrumpido por algunas lluvias breves. Pero ahora, definitivamente, el otoño avanzaba sobre Mougins con la misma seguridad de un ejército embriagado por la vaga promesa de la victoria. Era triste presenciar la resignada retirada del estío que se iba como si pensara no volver nunca. Acaso acababa de descubrir que durante los meses recientes, a pesar de tanto sol y tanto mar y tantas noches adormecidas de serenidad, sólo había conseguido perder el tiempo. Desde el otro lado del ventanal de la amplia recepción, la señora Madelaine seguía el infrecuente recorrido de algún automóvil por aquel espacio mitad sendero y mitad camino que serpenteaba entre los árboles y las residencias, pasando debajo de la colina en miniatura adonde estaba emplazada su casa.
Madelaine tenía cincuenta años, pero conservaba intactos el garbo y la belleza que durante toda su vida la habían convertido en una mujer admirada y deseable. Su metro setenta de estatura le daba una esbelta prestancia, sus formas se mostraban suaves y su cara surgía como uno de esos rostros que con frecuencia adornan los medallones antiguos, efecto acentuado por el cabello lacio de color castaño muy claro, peinado a un costado. Además, (y esto no era nada desdeñable) poseía esa diáfana inteligencia que los hombres no suelen reconocer en las mujeres, aun cuando tropiecen con ella frecuentemente. Viuda desde hacía ocho años del exitoso banquero Phillipe de Röine Etagne, había heredado una considerable fortuna que aumentó su propio patrimonio: era una mujer rica desde la infancia, hija única de un afortunado comerciante, después convertido en terrateniente. Mientras fue soltera, sólo le faltaba el marco de un apellido prestigioso como el que consiguió al casarse, pero de cualquier forma, al desaparecer su esposo se convirtió en dueña absoluta de valiosas propiedades, florecientes empresas y bienes incontables. Producido el casamiento siendo muy joven, su matrimonio se había prolongado a través de una relación afable y amistosa, pero no intensa, matizada por ella con tres o cuatro aventuras románticas estratégicamente ubicadas a lo largo del tiempo. Como suele ocurrirle a muchas personas, por un extraño mecanismo esas aventuras la habían ayudado a mantener la confianza en sí misma. En resumen, su vida matrimonial había transcurrido sin sobresaltos, adornada con una larga secuencia de viajes y buenas nuevas. La primera alternativa penosa, fue precisamente la prematura desaparición de Phillipe. Pero el duelo no había durado mucho. Después de un breve período de retiro, se dedicó a recorrer Europa acompañada por Josephine Barat, su mejor amiga, acaso en un alarde para comprobar si volver a los lugares que había frecuentado con Phillipe no le provocaba un estallido de congoja. Comprobando que nada de eso ocurría, lo cual por otra parte debería haberle sido absolutamente previsible, volvió a París y se reinstaló en su suntuoso piso de la Avenida George Vº. Desde entonces no faltaron hombres en su mesa y en su cama. Acaso le correspondía la definición que Oscar Wilde aplica a uno de sus personajes, cuando dice: “... tenía esa desordenada pasión por el placer que constituye el secreto de la eterna juventud”. Es duro expresarlo así, pero esta historia pretende ajustarse a la verdad, sin intentar vanos rodeos para evitarla, modificarla o disfrazarla. Pero no se piense que la señora Madelaine de Röine Etagne llevaba una vida disipada y promiscua. Sus relaciones sentimentales (o como las calificaría alguno de sus amigos más cínicos “sus amoríos circunstanciales”), siempre duraban por lo menos un año. Durante esos períodos su fidelidad era absoluta. Ahora compartía su tiempo, sus placeres y sus entretenimientos con Jean-Claude Melancourt, un prestigioso y acaudalado bodeguero de la Champagne que se preparaba para cumplir los cuarenta y siete. Su amiga Josephine, había sido responsable de que se conocieran, al presentárselo a la salida de un concierto lánguido y aburrido. Si aquella noche Dvroák hubiera sido interpretado con mayor brío, acaso la relación jamás se habría iniciado.
Jean-Claude Melancourt era un hombre de inteligencia sólo útil para algunos temas, mundano, y con todos los defectos que un cronista poco parcial por influjo de sus inclinaciones izquierdistas, está siempre dispuesto a endilgarle sin reservas a cualquier miembro de la alta burguesía. En ello habría mucho de verdad y mucho de mentira. Lo cierto es que el mayor defecto de Jean-Claude, si es que puede considerarse tal, consistía en su casi absoluta falta de profundidad, condición bastante generalizada en todas las clases sociales, y que en cualquiera de ellas suele disimularse muy bien, como ocurre habitualmente, empleando una vasta gama de artificios.
La pareja acababa de regresar de España. Ella había querido revivir el encanto de San Sebastián, lugar que consideraba deliciosamente anacrónico y al que no se cansaba de volver, por una de esas misteriosas motivaciones que tantas veces nos animan, entre las que podría encontrarse recordar que la ciudad había sido elección casi obligada para el veraneo de sus padres durante los años ´30, poco antes de su nacimiento. Luego de aquel sedante recorrido encontró asfixiante el clima de París. Por eso sugirió a Jean-Claude que pasaran unos días en su casa de Mougins, tan cercana a Cannes y también a su querida Niza, antes de definir si pasarían el invierno en la capital o si buscarían algún sitio cálido. La decisión podía depender de la programación de L’Opera y de los acontecimientos sociales a los que previsiblemente serían invitados. Pero por el momento se quedarían en Mougins “esperando el otoño”, como ella solía repetir con cierto impostado tono que olía a nostalgia. (Algún crítico hubiera preferido decir que la frase era puro snobismo, o peor aún, decididamente vulgar.)
Para terminar de componer el cuadro que a ella siempre se le antojaba perfectamente familiar, al menos hasta ese momento, también estaba allí Didier, hasta la separación que se produciría obligadamente después de ese breve período de vacaciones, cuando recomenzaran las clases en el colegio en que estaba internado.
La señora Madelaine no había tenido hijos (por razones nunca comentadas y por las que nadie se atrevió a preguntar) y poco después de la muerte de su esposo adoptó al pequeño Didier. Ahora, tenía nueve años y era un niño bello y agradable, aunque frecuentemente taciturno. Se movía con justeza en los escasos momentos que compartía con adultos. Didier se había convertido en el señorito de Röine Etagne teniendo poco más de un año, y si bien conocía su condición de hijo adoptivo, casi todas las circunstancias estaban dadas para que viviera como si no lo fuera. Su madre lo trataba con amorosa ternura, y aunque a veces exagerada, su preocupación por él era genuina, pero no todo lo constante que posiblemente el pequeño hubiera deseado. Eso volvía a demostrar que los hijos adoptivos no son diferentes a los de la sangre.
La casa de Mougins era amplia, confortable y estaba rodeada de un extenso parque, pero la mejor forma de definirla es diciendo que mostraba todas las características propias de las elegantes residencias campestres de La Provence. Madelaine le tenía un gran cariño, porque allí había pasado muy buenos momentos, la mayoría de los cuáles, paradójicamente, había olvidado. La planta baja estaba dominada por un gran salón que hacía las veces de living donde estaba emplazado un hogar de importantes dimensiones. La decoración era sobria sin alardes ni excesos, pero cada sillón era una síntesis de buen gusto. De allí se pasaba al comedor y a continuación, siempre con grandes ventanales que mostraban el jardín, se encontraba una bien provista biblioteca que la dueña de casa visitaba con frecuencia, junto a ella un pequeño despacho, un toilette, y después de un corredor, la cocina y las habitaciones para la servidumbre. En la planta alta, y a lo largo de una galería que surgía a partir de la escalera, se sucedían cuatro amplios dormitorios en suite de superficies más o menos similares. El más grande era ocupado por la pareja, el otro estaba asignado a Didier, y los dos restantes se reservaban como habitaciones para huéspedes.
Eran poco más de las cuatro de la tarde y Madelaine se encontraba en el salón cuando la llegada Jean-Claude la sorprendió con su vista detenida sobre el ventanal, como si desde el otro lado le estuvieran ofreciendo un espectáculo maravilloso. No obstante volvió la cabeza sacrificando las visiones que estaba recibiendo o simplemente imaginando, y colocó la taza de porcelana y su platillo sobre la mesa.
-Sabes Jean-Claude, esta mezcla de té es la más deliciosa que jamás he bebido. Deberías probarla.
Si él hubiera sido otra persona, la sugestión con que Madelaine lo recibía le hubiera resultado apenas ocasional, pero Jean-Claude vivía en el mundo de lo inmediato y le resultaba imposible, no por razones de inteligencia sino de sensibilidad, establecer determinadas diferencias. Se limitó a sentarse junto a ella y le tomó la mano para después hablarle con seriedad, pero también como si se disculpara por la falta terrible que estaba a punto de cometer al convertir una circunstancia tan menor en todo un tema para el debate.
-Madelaine, sabes muy bien que no me gusta el té?
-Si, pero esta mezcla... -Insistió ella, sin reparar en que estaba facilitando a su amante las armas para avanzar en una de sus interminables lucubraciones.
-Ni esa mezcla ni ninguna otra, y no te molestes por ello. El té me sabe a veneno... o si lo prefieres, a bebida para enfermos. Deberían venderlo en las farmacias en lugar de presentarlo junto a los alimentos. Siempre me recuerda a las extrañas tisanas que bebía mi abuela, y que según ella, lo curaban absolutamente todo, aunque desgraciadamente, no pudieron impedir que muriera en forma inesperada mientras disfrutaba de una excelente salud. - Reafirmó Jean-Claude con firmeza, pero sin olvidar componer la afectuosa sonrisa que en él era tan permanente como una cicatriz.
-Veo que no eres siquiera capaz de dejar en paz a la memoria de tu abuela. Será por eso que en este momento me pareces un duro marinero de Marsella. Si hasta te veo bebiendo tu negrísimo y denso café en una sórdida taberna del puerto. -No puedo evitarlo -reafirmó- pero es la exacta imagen que me estás dando con tu respuesta. (Algún marinero de Marsella acaso hubiera recibido la referencia como una mención honorífica, ya que aquello era participar como tema en una conversación entre miembros de la clase alta.)
-Agradezco que me hagas sentir un hombre del pueblo, pero debido a la famosa taberna marsellesa que mencionas, me has hecho pensar en la comida de esta noche, porque te recuerdo, no hemos decidido nada al respecto y eso es inquietante. ¿No crees que deberíamos hacerlo ya? Dime... ¿Quieres salir o prefieres comer aquí?
Madelaine volvió a tomar la taza y quedó mirando su interior como si esperara que desde allí surgiera su respuesta a aquella pregunta que consideraba superficial, y que absurdamente pretendía convertir su decisión en algo trascendental. (Para él parecía serlo.) El tema la agotaba y demoró unos segundos antes de hablar.
-No tengo ganas de ir a la ciudad, pero si no te parece mala idea, podemos acercarnos hasta el Moulin. Son apenas cinco minutos de auto y es un sitio que me gusta mucho. Será como si estuviéramos en casa.
Jean-Claude apoyó las manos en sus muslos. Se le veía distendido y satisfecho.
-Tal vez temías que te llevara al Vesubio en La Croisette para comer una olorosa pizza italiana, como haría ese marinero del que me hablabas.
Ella lanzó una suave y contenida carcajada.
-En otra ocasión tal vez no sería mala idea, pero podríamos pasar horas hablando de todo esto: comer en un sitio o en el otro, ¿verdad? Sí, creo que si... tú serías capaz de crear una compleja teoría sobre ello, en la que comenzarías mencionando a Savarin y luego a sus seguidores. Entonces terminaría convenciéndome... bueno, casi ya estoy convencida de algo que leí en el periódico: “Para los pobres la comida es una necesidad, en cambio para los ricos, es nada más que otra diversión”.
-La tuya no deja de ser una interpretación curiosa. Hago con ella una lectura política, que me lleva a decirte que desconocía tus inclinaciones izquierdistas, pero bueno, nunca es tarde para empezar, aunque te recuerdo que desde la caída de Gorbachov y posiblemente desde un poco antes, el comunismo ha dejado de ser una moda. Ya ni siquiera lo usa como recurso la gente adinerada cuando busca darse cierto aire intelectual. Tendrán que inventar otra cosa. Pero no te preocupes, lo harán tarde o temprano... les sobra fantasía, y la fantasía, bien lo sabemos, suele ser la madre de muchos desaguisados... pero el mundo siempre ha sido de los inventores, y no puede vivir sin ellos. Habrás visto que a medida que pasan los años continúan atosigándonos con teorías tan nuevas como desconcertantes, con aparatos y mecanismos endemoniados, si... los inventores siguen creciendo como plantas malignas favorecidas por la humedad o por la tierra seca, les da lo mismo el frío o el calor y son inmunes a las plagas, mientras nosotros, impasibles, les dejamos hacer o lo que es peor, les estimulamos con nuestra buena disposición y con nuestra estúpida capacidad de asombro. ¡Oh gloria de lo nuevo: aviones sin alas, trenes sin rieles, barcos sin agua, deliciosos alimentos sintéticos hechos con plástico refinado de primera calidad!
-¡”Un mundo perfecto”! (1) - Subrayó ella.
-No te burles. Alguna vez lo fue, al menos, más perfecto que ahora.
-¿No pensarás hablarme de cuando Trenet, Sablon y Jacqueline François dominaban la escena, o de un poco más atrás, en tiempos de Lucienne Boyer y Chevalier?
-Madelaine, tu referencia me suena vulgar.
-Pues no me lo parece. Acepto que estos cantantes no representaban a la música que llamamos seria, pero a mí me parecían excelentes. Fueron buenas épocas para Francia.
-¿Para Francia o para nosotros y nuestras familias? Y no lo digo porque piense que no era eso lo que correspondía.
-Sencillamente soy realista.
-¿Tendré que reír?
-Dirás lo dirás, pero el asunto es demasiado serio para tomarlo a la ligera. - Argumentó malhumorado Jean-Claude.
-No lo tomo a la ligera, pero imagino la terrible historia que estarás urdiendo. Porque apenas el comentario trivial que hice al pasar, consigue que me veas como a una antigua matrona rebelde rodeada por los “sans culotte” (2), marchando hacia Versalles (3), para traer “al panadero, a la panadera y al criadito” mientras alecciona a su pequeño hijo con el propósito de convertirlo en un rebelde: algo así como todos los ideólogos de la
Revolución de 1789, más Hegel, Marx, Trosky y Lenin en un curso acelerado para niños menores de diez años. ¿No es eso?
Vamos... dame el gusto dime que sí...
El quiso interrumpirla pero ella era incontenible. Siempre lo era cuando entre los dos, con frecuencia planteaban conversaciones en ese tono casi farsesco. Tácitamente les parecía que aquello aportaba un matiz fresco que hacía a sus charlas más originales y divertidas. -Pero no te preocupes -continuó- la política, todo lo que tiene que ver con ella, y mucho menos las cuestiones sociales, no están en la lista de mis preocupaciones, nunca estuvieron, y me animo a afirmar, nunca lo estarán. Sin embargo, -esta vez sí Jean-Claude logró interrumpirla -ayer te sorprendí leyendo a Spencer.
Ella no demoró un segundo su respuesta.
-Sí, lo leía, pero te confundes. Spencer no era precisamente un izquierdista, calificativo que por otra parte no significaba demasiado en su época, a pesar de haber dicho alguna vez que “el sentir general es que el sufrimiento no debía existir y que la sociedad es culpable de que exista”, aunque luego tiene capítulos enteros tratando de demostrar que esa es una falacia... pero por más que lo cite, debo admitir que siempre tuve dudas sobre él, ya que he venido sospechando que con todas sus teorías y argumentos, lo único que buscaba era no pagar impuestos, inclinación hacia la cual ha tenido muy numerosos seguidores. - Madelaine se anticipó a la interrupción de Jean-Claude. -Sí, ya sé, discúlpame. Creo que la mía ha sido una conclusión mezquina que el filósofo no merece. Pero volviendo a Didier, no lo imagino siempre tan apacible y concentrado, dispuesto a ser aleccionado en esos temas y capaz de absorberlos con fruición, hasta que su influencia lo convirtiera en un revolucionario prototipo que arenga a las multitudes desde una barricada. Sólo considerarlo me causa muchísima gracia.
-Es mejor así, porque semejante cosa resultaría en verdad horrorosa, -dijo él- pero te advierto que si eso ocurriera, y Dios no lo quiera, todos los Röine Etagne muertos se revolcarían en sus tumbas, las flores de lys exudarían sangre, el Rhone y el Sena serían una negra corriente viscosa, La Gioconda abandonaría su sonrisa y lloraría a gritos en un Louvre sombrío, y un viento helado cruzaría el Valle del Loire, y recorrería toda Francia desde Los Pirineos hasta Los Alpes, y desde el Atlántico hasta el Mediterráneo. Después, para culminar esa tenebrosa y desgraciada circunstancia, ese mismo viento segaría los jardines de Versalles, resquebrajaría en Les Invalides las paredes de la tumba de Napoleón y haría que hasta el mismo féretro glorioso rodara por el piso, y todavía con su bramido atroz derrumbaría la Torre Eiffel, y provocaría que las imágenes sagradas de Notre Dame temblaran aterrorizadas. Después, allí mismo, las gárgolas se desplomarían sobre la calle, aplastando sin el menor reparo a los desprevenidos turistas... y también, a muchos parisinos... para no hablar del inevitable cierre de los bancos y la caída de la Bolsa... y sin querer ser demasiado material, hasta los quesos de Androute se convertirían en informes masas agrias y malolientes. Ya ves, en todos los lugares y en todas las dimensiones sería una espantosa catástrofe. ¡No, no quiero ni pensarlo! - Culminado su discurso, Jean-Claude asumió un gesto deliberadamente teatral cubriéndose la cara con las manos mientras Madelaine aplaudía alborozada, como si acabara de presenciar una actuación magistral de la Comedie Française.
-Ya decía yo que tu capacidad para urdir fantasías truculentas podía alcanzar alturas insólitas. Dime, ¿Nunca pensaste en escribir una novela de esas repletas de intrigas y complicaciones, donde las mujeres asesinan a sus amantes y los hijos matan con furia a sus padrastros, o aun, a sus propias madres?
El descubrió su rostro y dejó claramente visible una expresión radiante. Era evidente que continuaba tan complacido con su actuación que deseaba prolongarla cuanto fuera posible.
-¿Tú dices convertirme en una suerte de Dumas o Víctor Hugo redivivos? -Preguntó como si estuviera dispuesto a seguirle el juego.
Algo así. En ningún momento pensé en un filósofo como Spencer, si me permites volver a él, a quién como a ti le horrorizaba el socialismo. Yo me refería a un dramaturgo denso, hasta complejo, -Replicó Madelaine entusiasmada. -Aunque mucho más moderno, más actualizado, más a la page que Dumas o Hugo, quiero decir.
Como era previsible Jean-Claude continuó en el mismo tono.
-Haré caso omiso por mucho que me cueste, aún después de haber oído esa palabra perversa que siempre daña mis oídos... “socialismo”... ¿o escuché mal? pero respondiendo a tu comentario y para no detenerme en argumentaciones desagradables... ¿cuándo un pobre bodeguero dispone de tiempo para entregarse a la dorada libertad de la literatura? No me lo digas, yo mismo responderé: ¡Nunca! Y es nunca porque debe vigilar las uvas, alejar sus pestes, propiciar la vendimia, lidiar con técnicos malformados gratuitamente en alguna oscura y horrenda universidad, y aprovecho para decir que la universidad no es la casa de Dios como suele creerse... y más y más y más. Allí recién estamos comenzando, porque después viene la salvaje lucha en el mercado, los vendedores ineptos, los comerciantes torpes, los consumidores ingratos. Y hasta le puede sorprender una campaña gubernamental orientada a la lucha contra el alcoholismo propiciada por algún político ambicioso, lo que ya lleva su situación a un extremo fatal. ¡Literatura!... ¿Yo dedicarme a la literatura? ¡Si sólo pensarlo parece un sueño! Además, y esto lo digo muy en serio, no creo tener las condiciones necesarias. Pero... -parecía que se lo preguntaba a sí mismo como si estuviera reprimiendo una secreta vocación. - ... ¿Sería más feliz si contara con ellas?
Madelaine quiso plegarse al clima supuestamente dramático que Jean-Claude creaba con bastante fortuna.
-¿Debería acaso agregarlo a la larga nómina de tus frustraciones? Porque me imagino que debes tenerlas, aunque no ejercites el hábito de confesarlas.
-¿Frustraciones? - Se preguntó un tanto desconcertado. -En verdad nunca lo había considerado hasta este momento. -Jean-Claude calló por un instante como si tratara de enumerarlas mentalmente y al mismo tiempo pretendiera clasificarlas. - Bueno, sí, es probable que tenga alguna, pero en cuanto a mi capacidad literaria, lo cierto es que se agota en esta habilidad para urdir fantasías truculentas... como tú las llamas... pero sólo para intercalarlas en medio de una conversación, esgrimiéndolas como un recurso puramente social, jamás para escribirlas. En el fondo, debo aceptarlo, me parece algo inútil. Al fin de cuentas, toda la literatura, la buena y la mala, terminará siendo, y ya está ocurriendo, arrojada al tacho de la basura por ese mito enceguecedor de las multitudes llamado televisión, tan poderoso, que ni siquiera respeta la condición social elevada o la nobleza de la sangre. Ya verás, porque aunque parezca el final, esto no es más que el principio. ¡Nadie parece tomar en cuenta las lecciones de la historia, hasta que es tarde! Después vendrá una retahíla de quejas y lamentos, pero lo dicho, ¡será tarde!
Madelaine permaneció callada, respondiendo a una orden de su cerebro, empeñado en desmenuzar ideas. Pero ese extraño encantamiento duró apenas unos pocos segundos, porque rápidamente se reintegró al ritmo de la charla.
-Lo presentas como si la literatura o el simple intento de ejercitarla, mucho más allá de los resultados que cualquier escritor logre, fueran un desperdicio. No estoy de acuerdo contigo. Todas las cosas pueden llegar a servir para algo, aún aquellas que nos parecen más inútiles, aunque este no sea para mí, precisamente, el caso de la literatura. Por otra parte, no creo que nadie escriba impulsado por el propósito de ganar el Premio Nobel, o de sentarse en un confortable sillón de la Academia Francesa. Esas pequeñas manifestaciones de vanidad vienen mucho después, y son en todo caso consecuencias, y no metas.
-¿De verdad lo crees así? -Preguntó Jean-Claude. -Por supuesto. - Alegó Madelaine con firmeza. - No creo que se trate de realizar consideraciones falsas.
-Está bien, lo acepto, pero suena a consuelo. -Dijo él. -Les viene al dedillo a los miles y miles de literatos en ciernes y de poetas hambrientos varias veces fracasados. Si las oyeran, se postrarían ante tus palabras, y por supuesto ante ti, al descubrirte como la nueva y moderna musa de la creación. Y digo nueva y moderna ya que si bien por tus encantos puedes resultarles fuente inspiradora, por tus ideas surges como una fiel defensora de sus derechos... aceptando que los tengan. Admito que no eres inoportuna y que te harán la mejor de las recepciones, ya que siempre han clamado para que alguien los proteja. En el fondo o son niños desvalidos o les encanta el papel de menesterosos indefensos.
-Como siempre, exageras, y no sólo cuando te refieres a mis encantos sino cuando dices todo lo demás. En realidad no pensaba en ellos, pensaba en ti, porque se trataba de una observación destinada con absoluta objetividad a hacerte justicia, nada más.
-Eso ya no me parece un consuelo, mas bien es una delicada ironía semejante a la hoja de la guillotina cayendo sobre mi pobre cuello indefenso. - Bromeó Jean-Claude. -Pero está bien, está bien. Lo cierto es que respondiendo a nuestra costumbre nos hemos desviado del tema principal, o mejor dicho, tú hábilmente has conseguido que nos desviemos... y el tema principal es el que realmente me interesa. Si no te incomoda me voy a permitir reiterarlo, y no me impacientes demorando una respuesta. ¿Adónde comeremos esta noche? ¿O de repente eso ha perdido importancia, oculto tras los cortinados de todos estos devaneos intelectuales a que nos has llevado?
La reacción no se hizo esperar.
-¿Le llamas devaneos intelectuales? Entonces, ¿cómo debería calificar yo tu tan reiterada preocupación por la comida y por el lugar adonde se ha de comerla? -Comentó ella buscando ridiculizar la actitud de Jean-Claude, pero sintiéndose extrañamente turbada. (“Debía aceptar que efectivamente lo estaba y que su compañero había terminado por irritarla con su obstinación monotemática”, pensó.) Le parecía que a pesar de toda la frivolidad que contenía, o tal vez por eso mismo, algunas veces la conversación acababa tornándose extrañamente irreal, como si se tratara de algo que ocurría en un sitio en el que ella no estaba y en el que tampoco le gustaría estar, aunque esto último sonara demasiado dramático o demasiado exagerado. Sabía que muchas veces podía ser una mujer vana y superficial, pero le disgustaba afrontar un tema serio aunque fuera con humor y de pronto reemplazarlo por un asunto trivial. Jean-Claude pareció no darse cuenta del ánimo que estaba tomando posesión de su compañera, cosa que por otra parte le hubiera resultado imposible. Son infrecuentes las ocasiones en que se pueden auscultar los secretos resortes que estimulamos en los demás con cada cosa que les decimos. Lamentablemente para él (o para los dos) esa no era una de ellas. Por fin, el imperceptible instante de silencio dejó lugar a la respuesta de Madelaine. Ella hablaba tratando de recomponerse, pero su voz no pudo ocultar un hálito de cansancio. -El Moulin estará bien, si te parece. ¿No te lo dije? Creí haberlo hecho. -Agregó con descuido como si su actitud hubiera obedecido a una distracción circunstancial, tratando de superar su ofuscación de los recientes instantes, “que afortunadamente”, se dijo, “había pasado inadvertida”.
-Sí, claro que sí. -Dijo él con convicción, tratando de superar la situación. -Sólo que no soy todo lo atento que te mereces, también creo tenerlo repetido varias veces, pero en fin, entonces será el Moulin y que no se hable más.
(La imprecisa manera de justificarse y de pedir disculpas hizo que ella volviera a sentirse culpable por su reciente reacción. “Después de todo, es igual a un niño”, se repitió a sí misma.)
Luego de la definición, Jean-Claude se incorporó con la misma satisfacción que si acabara de participar exitosamente en una conferencia de negocios que le originaría extraordinarias ganancias.
-Y ahora voy a la ciudad. -Agregó decididamente.- Quiero comprar algunas revistas. ¿Me esperarás para el cocktail? -Preguntó inclinándose para besar la mejilla de Madelaine, quien solícita retribuyó el gesto sintiendo que cualquier residuo de animosidad se disolvía.
-Por supuesto, aquí estaré aguardándote.
-Magnífico. - Dijo él. Después se besaron ligeramente en los labios y Jean-Claude salió.
Ella volvió a la ventana para ver como se acercaba al sendero adonde estaba estacionado el BMW, y después cuando levantó la mano para saludarla y también disfrutó la seguridad con que abría la portezuela. Finalmente permaneció mirando cómo el automóvil se alejaba con serena presteza. Rápidamente recuperó la capacidad de sentirse igual que siempre, y entonces se prometió no abandonarse nunca más a la debilidad de cuestionar los actos de su vida, particularmente los menores. ¿Qué tenía de malo ser feliz mientras el tiempo pasaba despreocupadamente o dejándose llevar por él como si además de segundos, minutos y horas, fuera un torbellino que se apoderaba de su voluntad? De inmediato pensó que no había elegido su rol en el mundo, entonces, lo menos que podía hacer era representarlo adecuadamente con la mayor fidelidad posible. En ese momento le pareció una obligación, como un mandato “que le imponía la sangre”, recapacitó satisfecha pretendiendo a sabiendas darle al asunto un tono de vaga grandeza. Era lo que le correspondía a Madelaine Röine Etagne, y no estaba dispuesta a alterarlo en lo más mínimo.


1 Referencia al título de la novela de Aldous Huxley.

2 Patriotas revolucionarios que vestían pantalón en lugar del clásico calzón corto. Se diferenciaban de los petimetres o “increíbles”, jóvenes de ideología realista que usaban ridículos trajes que según su concepto, eran una expresión renovada del antiguo régimen.

3 En relación con la marcha popular de mujeres sobre Versalles el 5 de octubre de l789, que con los apodos citados se referían de manera despectiva al rey, a la reina y al príncipe.

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