lunes, 23 de julio de 2007

Prólogo y Capítulo 1

Para mi hija Laura,
que me acercó la herramienta
sin la que jamás
hubiera escrito esta novela.



POR SI SE REQUIRIERA UN PROLOGO

(No estoy convencido de la eficacia o de la necesidad de que una novela esté precedida por un prólogo. Como en este caso no contiene las excusas o explicaciones que suelen ser habituales, decida el lector la conveniencia de leerlo.)

Es sabido que nadie elige su cuna. Algo parecido ocurre con las circunstancias que rodean la vida de una persona. Son muy pocas aquellas que pueden escapar del esquema que esas circunstancias les construyen, y posiblemente menos aún las que consiguen modificarlas para establecerlas a la medida de sus deseos. No me estoy refiriendo a ese fatalismo popularizado con el nombre de Destino sino al obligado escenario en el que sin consultarnos -como no podría ser de otra manera- nos han ubicado desde nuestro nacimiento, ese lugar en el que desde entonces nos movemos creyendo que estamos ejerciendo nuestra propia voluntad. Lo cierto es que aunque no nos demos cuenta o pretendamos no aceptarlo, ese ámbito nos ciñe como si fuera una indestructible malla metálica. En buena medida esta novela trata sobre eso, buscando mostrar las disímiles reacciones de diferentes personas -las que sin saberlo integran grupos enfrentados- inmersas en las distintas circunstancias sociales, económicas, políticas y hasta geográficas en que han sido colocadas. Algunas de ellas se mueven con absoluta comodidad dentro de ese marco invisible, como si nunca hubieran soñado que existieran posibilidades diferentes. Otras, no se resignan y luchan para escapar. El segundo grupo está apenas más allá de las tres palabras que hacen de título, tomadas de una canción del inolvidable Homero Manzi. El primero, también “después” pero muchísimo más lejos, del otro lado del Atlántico.
En resumen, creo -y me consta no ser el primero en pensarlo- que este es uno de los principales dilemas de nuestra existencia. He querido mostrarlo sin excesivas profundizaciones, con la misma naturalidad con que cada uno de nosotros lo asume cada día.


El Autor
1996


LOS PERSONAJES DE LA NOVELA
(Por orden de aparición)

La Vieja
Romualdo
José
Madelaine Röine Etagne
Jean-Claude Melancourt
Lucille
Ramón
Josephine Barat
Iñaki
María
Patxi Eizagirre
El Inspector Lancleau
Dolores Alvarez del Cuerzo
Gonzalo Alvarez del Cuerzo
El Principal Funes
El Comisario
Manuel
Baptiste Stefandrel
Monsieur Delevraux


1

-Ahí está José, durmiendo sobre el barro. - Avisó Romualdo como un heraldo de suburbios mientras se aproximaba como mecido por el aire, en medio de las avanzadas sombras de aquel atardecer otoñal. Y José dormía precisamente allí sobre la olvidada oscuridad. En un primer momento La Vieja no pareció asignarle ninguna importancia a la advertencia, y dejó que José permaneciera confundiendo su piel morena con la tierra negra y húmeda. Tal vez para evitar intranquilizarse creyó que aquel amasijo inhóspito y frío lo protegería como si fuesen los brazos cariñosos de su propia madre. Al pequeño no parecía importarle la temperatura, ¿qué era esa sensación casi helada, comparada con la intensidad de todas las dificultades que lo rodeaban, tan fáciles de identificar con exactitud cuando las sentía a su alrededor, envueltas con el mismo olor que recibía al pasar cerca del basural? Aquello no significaba nada para un niño de América habituado a los engaños que disfrazaban la realidad, esos que pasaban a su lado mientras él disimulaba su presencia, pero sin impedir que esa realidad que escondían siguiera allí con toda la perseverante constancia de una cadena perpetua.
-Las cosas van a ser mejores algún día... -dijo Romualdo sin pensarlo, sólo porque sentía que algo debía decir, mientras miraba la escena desde el borde de la penumbra del cobertizo.
-¿Mejores? - Se preguntó extrañada aquella mujer prematuramente envejecida que había recibido el comentario como si se tratara de una cachetada. Después se acercó al niño y trabajosamente trató de levantarlo, pero comprendió que el esfuerzo era demasiado para ella. Sin embargo habló, como si hubiera conseguido su propósito con la fuerza de la voluntad:
-Le voy a hacer un lugar en la cama. Los diarios entibian las sábanas y siempre va a ser un sitio más abrigado que la tierra fría. ¿A quién se le ocurre dormirse ahí?
Aproximándose, Romualdo tomó al pequeño y se hizo cargo del intento.
-Deje Vieja, déjeme a mí. -sugirió completando su ayuda. - Estaría cansado. Usted sabe como son los chicos... - y entrando en el miserable cobertizo, agregó mientras lo colocaba sobre la cama desordenada para cobijarlo lo mejor posible. -Es más pesado de lo que aparenta.
No siempre se vive digiriendo hambre, - masculló La Vieja con ironía -también tenemos nuestros “buenos días”. Te lo digo por si tratás de insinuar que el chico no tiene comida.
Ausente de la conversación, José se acurrucó complacido en el calor nuevo. Tal vez soñaba que en un rincón muy cercano alguien acababa de encender con generosidad una estufa.
-No se apure Vieja porque yo no quise insinuar nada... pero de ahí, a eso de los ”¿Buenos días?” hay mucha distancia, me parece.
La Vieja no se hizo esperar. Esa noche parecía tener las respuestas navegándole sobre la lengua al borde de los labios secos, ansiosas por llegar a algún puerto donde amarrar o encallar, era lo mismo. Era preferible que encontraran cualquier destino a que se le quedaran en la boca y terminaran ahogándola.
¡Así qué las cosas van a ser mejores! -Prosiguió, mientras desde el piletón donde con agua escasa y mal jabón comenzaba a tratar de devolverle limpieza a la sartén. -Esa es la antigua promesa y ya estoy tan cansada de escucharla que de sólo oírla me dan ganas de vomitar.
-¿Y qué quiere que le diga?- preguntó su interlocutor, al tiempo que ahogaba la reducida colilla de su cigarrillo en un pequeño charco que reflejaba apenas un ladrillo roto. - Sólo buscaba darle un consuelo.
-A fuerza de consuelos estamos como estamos. Las cosas no se cambian con buenos deseos. Los curas andan siempre trabajando como locos nada más que en eso... según dicen, aunque a mí me parece que después de las misas se pasan el día durmiendo largas siestas infecundas. Es lo mejor a que pueden dedicarse, total, es lo único que saben hacer.
El comentario de La Vieja despertó en Romualdo una secuencia de recuerdos dispares. Primero, se vio sentado en uno de esos vagones que se arrastraban destartalados por la pampa, atravesando su tierra llana y sin sorpresas para los ojos. Después, se encontró con chicos iguales a José y tan sucios como los vagones, recorriendo la estación y sus alrededores con el desparpajo de su fingida seguridad, pero sin tener un camino predeterminado, como si fueran fantasmas analfabetos y abandonados que se mueven entre la Tierra, el Cielo y El Infierno sin tener adonde ir. Entonces pensó: “Todos andamos más o menos así, tratando de encontrar el rumbo, como una cucaracha que busca un agujero en la pared para poder escaparse del miedo”.
Era un hombre joven de casi treinta años, alto y moderadamente fornido, la tez morena y el pelo castaño muy oscuro contrastando con sus ojos de color verde profundo.
-Si... cuando hay un pedazo de pan seguro, unos mates aunque sean tibios y hasta una costilla de mala carne. Después de años de privaciones uno acaba conformándose con eso. Oímos que la pava bulle y nos parece una sirena llamando para festejar algo estupendo, igual que el 31 de diciembre a las doce de la noche. Nos hemos quedado sin exigencias, si es que alguna vez las tuvimos. Por eso terminamos estando a gusto con cualquier porquería.
Como única respuesta Romualdo encendió otro cigarrillo. Por primera vez desde su llegada La Vieja lo miró con los ojos blandos, sintiendo que poco antes acababa de sincerarse, igual que cuando muchísimo tiempo atrás lo hacía en la iglesia. (“Adónde andaría aquel cura de cara joven y expresión anhelante, tontamente hambriento de hacer el bien fuera como fuera?”) Acaso gracias al recuerdo, el corazón se le había aligerado haciendo desaparecer ese peso agobiante que siempre llevaba encima. Sabía que iba a volver después, pero por el momento, se sentía libre y hasta podía intentar ser una persona igual a cualquier otra, feliz como son o como aparentan serlo, pero sin sus permanentes preocupaciones en la cabeza. Por eso estaba dispuesta a decir algo con el riesgo de que sonara ocasional pero sabiendo que no lo era, porque siempre se preocupaba por el muchacho.
-Romualdo... me parece que estás fumando mucho. -Opinó tímidamente, como si estuviera invadiendo su intimidad.
-No me doy cuenta de lo que fumo. -Titubeó él como si lo hubieran sorprendido cometiendo un horrible pecado. -Recién lo hago cuando el paquete se acaba. Entonces sé que necesito comprar otro. No conozco la razón.
Ella no se sorprendió.
-Está bien. Es que no nos conocemos demasiado por dentro y eso nos deja satisfechos, pero de puro burros que somos pretendemos conocer perfectamente a los demás. Será porque constantemente tropezamos unos con otros como si fuéramos torpes bichos ciegos. El viejo juego de la gallina con los ojos vendados.
Romualdo no entendía muy bien lo que la mujer le estaba diciendo y se limitó a contestarle con una frase hecha.
-¡Cómo no vamos a encontrarnos y a tropezar a cada rato si el mundo es un pañuelo!
Ella se dejó caer en la silla desvencijada igual que si se desparramara en el aire. Pero mientras lo hacía, deslizó su respuesta como al descuido.
-Sí, es un pañuelo. Lo malo es que está lleno de mocos.
Romualdo asintió mientras buscaba en los bolsillos los cigarrillos que ya no tenía, y sólo dijo: -Basta con mirar alrededor para ver toda la basura que nos rodea.
Como si le hubieran anunciado una desgracia la voz del hombre sonaba desesperada, igual que si estuviera guardando una tristeza larga y acabara de tomar la decisión de expulsarla, liberarla para ver si el aire la ahuyentaba.
-Romualdo, me hablás como si estuvieras muerto, o como si pensaras morirte en cualquier momento.
El trató de contenerse, pero no pudo quedarse callado.
-¿Para qué voy a pensar en morirme, si estoy como los demás? Porque todos estamos un poco muertos aunque no nos demos cuenta. Cuando no hay futuro quiere decir que el tiempo de vivir se terminó. La única diferencia está en que no nos avisaron, pero eso tampoco importa.
Ella pensó en no continuar la conversación, pero cortarla estaba más allá de sus fuerzas. Por eso insistió.
-Igualmente caminamos para algún lado. No nos alcanza con el barro, ni con la pobreza, ni con este asqueroso paisaje que tenemos adelante de los ojos desde la mañana hasta la noche, y que se queda ahí tan campante como si perteneciera al mejor de los mundos. Parece vanagloriarse de que todo sea lo mismo: que llueva o que haya sol, total... para lo que vale, es igual que moje o que ilumine.
-Lo que pasa es que nos vamos a la mierda, aunque nadie parece estar parece estar al tanto. Afirmó el hombre. -Yo sí me doy cuenta, pero tenés razón. Lo peor es que no hay interesados en sacarnos de todo esto. Andan metidos en sus estúpidas discusiones o en sus estúpidas diversiones, mientras el mundo, nosotros, porque aunque no les guste y miren hacia otro lado el mundo también somos nosotros, se rompe en pedazos. Esto lo sabe cualquier imbécil, o al menos, debería saberlo.
-Seguro que hasta creen que cuando termine de explotar, ellos van a estar muy orondos en otro planeta, mirando el espectáculo por televisión mientras se toman un whisky haciendo proyectos para el fin de semana. ¡Si serán pelotudos! -Agregó Romualdo confirmando la reflexión de la mujer.
-Es como un sueño tonto cada vez más aburrido de tanto repetirse. - Dijo La Vieja bajando la cabeza, como si quisiera meterse las palabras entre sus tetas enormes y desfallecidas. El comenzó a caminar para irse hacia la noche de afuera.
-No crea que me voy porque quiero faltarle al respeto dejándola plantada, pero estoy seguro de que podemos estar hablando toda la noche...
-... ¿Tenés miedo de que te convenza? - Inquirió la anciana con tono burlón.
-¿Convencerme? No... digo que hablar no va a servir para nada, nunca sirve para nada. Hablar... es lo que hace la gente todo el tiempo, como si fueran monos que quieren aparentar haber ido a la universidad. - Reafirmó dejando entrever que en sus palabras podía haber algún extraviado resentimiento, de esos que siempre están ahí aunque se pretenda esconderlos.
La Vieja lo miró con dureza.
-¿Que no sirve? Vamos muchacho, no me vengas con eso. ¿Sabés para qué sirve?
El ya estaba de espaldas dispuesto a irse, pero giró sobre sí mismo y la enfrentó como si esperara una revelación. La Vieja continuó.
-Sirve para que sepamos que estamos en el mismo barco, para que confirmemos quiénes somos y también lo qué somos. Es una manera de estar juntos debajo de la misma tormenta. Porque todo esto es una tormenta, ¿sabés? pero una tormenta que según parece, no se va a acabar nunca.
-No quiero decepcionarla, ¿pero qué utilidad tiene para José que insistamos en todo eso, mientras está ahí durmiendo su hambre? ¿No sería mejor dejar de esconderle las cosas pero explicándoselas claramente?
-José no tiene hambre, te lo vuelvo a decir, ¿o sos sordo? por lo menos no la tiene en este momento, - recalcó La Vieja con un dejo de orgullo -además, todavía es un chico, y está bien, los chicos no deberían sufrir. En cuanto a esconderle las cosas, yo no le escondo nada, ¿cómo sería posible? si las tiene delante de la nariz cada mañana desde que se despierta. Si lo hiciéramos comprendería en un segundo que le estamos engañando, y sólo conseguiríamos que se sintiera peor, o en el mejor de los casos, que nos tomara por tontos. Pero no se trata de nosotros sino de él, por eso hay que prepararlo para cuando sea grande, al menos, para que no se sienta solo, para que no crea que está solo. Y esta es la razón, aunque parezca cruel, para que oiga lo que decimos cuando está despierto o aunque sea en sueños, como ahora. Creéme, no es malo que se vaya enterando. Ya ves que pienso lo mismo que vos.
A lo lejos, una pelea de perros apenas insinuada cesó rápidamente, como si un espíritu inquieto o molesto por sus ladridos los hubiera conjurado al silencio, y entonces ese silencio se acentuó y el aire fresco de la ya entrada noche lo hizo más intenso. Los dos parecieron percibir la ausencia de sonidos, que ejercía sobre ellos más poder que cien timbales repicando enloquecidos adentro de un galpón con techo de zinc. La Vieja sonrió.
-¿Te das cuenta?
-¿De qué?- Preguntó Romualdo como si acabaran de despertarlo bruscamente del sueño placentero en que hubiera preferido refugiarse.
-Del silencio. No se deja oír pero está ahí. De él deben haber aprendido las ánimas que nos siguen en la oscuridad sin que las veamos, esas que vienen, vuelan y después se van sigilosamente a sus diligencias inexplicables, confiadas en que nadie habrá de descubrirlas.
El hombre sonrió sin mucha seguridad. La Vieja hizo lo mismo, temerosa de haber dado a su voz un tono demasiado truculento. (A veces, su voz se independizaba de ella y actuaba por su cuenta sin que pudiera dominarla del todo.) Después siguió hablando.
-Antes era otra cosa... se les tenía respeto a los aparecidos. Largas noches se pasaban en la oscuridad hablando de ellos, contando sus aventuras, sus amores, sus búsquedas. Hoy son algo del pasado y ya ni siquiera se los menciona. Hasta eso hemos perdido.
Romualdo volvió a encaminarse hacia afuera buscando alguna forma de libertad como si alguien se la negara.
-Mejor me voy a dormir Vieja. Usted salta de una cosa a otra y acaba por confundirme. Ya ni siquiera sé cómo ni por qué llegamos a sus espectros.
-¿Antes no querés tomar unos mates?
El muchacho volvió a sonreír, pero en ese momento, lo hacía empleándolo como una forma de agradecimiento.
-Y hasta te puedo sorprender dándote ese cigarrillo que te anda faltando. -Agregó la anciana.
Como única respuesta el hombre se acercó para sentarse en la otra silla -tan arruinada como la que ocupaba La Vieja- mientras ella se levantaba para colocar la pava sobre el brasero casi apagado. Desde allí recuperó prontamente el hilo de la conversación.
-¿Por qué decís “mis espectros”? Los muertos, aunque muchas veces ni sus deudos se quieran hacer cargo, son un poco de todos. Vuelven a la tierra y de nuevo forman parte de su contenido, por eso cuando tocás el piso de alguna manera los estás tocando a ellos. Nuestros pasos les parecen igualitos a un reloj que los recupera a la vida. Ya sé, es una torpe ilusión que se inventan, pero dada su condición de difuntos, es más que nada.
-Parece que para usted los muertos fueran todos tontos.
-Y lo son, respetables pero tontos. ¿Viste alguna vez algo más idiota que un muerto, ahí tirado en el ataúd sin hacer nada? Como si no supiera que lo único que le falta es llegar al cementerio, y que allí, irremediablemente, todo se acaba o que a lo sumo, la tierra que le tiran encima lo convierte en un recuerdo cada vez más borroso.
El agua de la pava que ya estaba mostrando su buena disposición y bullía como si quisiera hacer estallar al recipiente, vino a interrumpir su reflexión. La Vieja se dio por aludida sirviéndose el primer mate, lo probó apenas como para tomarle el gusto.
-El próximo estará mejor. Ese será para vos. -Anticipó.
Poco después, la mano de Romualdo semejó convertirse en un nido para recibirlo. Lo acercó a la boca y sorbió sin ansiedad, muy lentamente, mientras la vista se le perdía hacia afuera, como si quisiera capturar un recuerdo que acababa de sorprender en medio de la oscuridad. (Aquella revista que ocasionalmente había caído en sus manos, donde se mostraba en Europa a mujeres ricas, unas envueltas en pieles suntuosas y otras semidesnudas sobre la arena de la playa, disfrutando de la buena vida y de los placeres que venían con ella.)
La Vieja no podía ni quería penetrar en las memorias de Romualdo. Se limitó a mirarlo con ternura, tratando de descubrir en sus rasgos de hombre la imagen del hijo que nunca había tenido. El la sorprendió después de fracasar en la persecución de su pasado, tal vez, porque no contaba con demasiadas cosas valiosas de las que acordarse. (Como la revista y sus mujeres que pertenecían a un mundo inexistente.) Envidiaba a quiénes disponen de un inagotable acopio de memorias, sobre todo, porque les basta oprimir un botón imaginario como si se tratara de una computadora, para volver a recuperar un rostro querido, un momento de felicidad. Pero sus sentimientos estaban allí, en presente, y eso tal vez era mucho mejor, porque podía leerlos como si fueran un ansiado libro recién comprado, aunque él no supiera nada de libros. Poseído por esa percepción, le preguntó:
-¿Por qué me mira así?
Como si la hubieran descubierto en medio de un acto inconfesable, la mujer se endureció un poco, pero no pudo evitar que en los ojos se le quedara la tibieza de la visión que había estado buscando. Por eso también se le escapó una sonrisa pícara con su pregunta.
-¿Es que no estás acostumbrado a que te miren bien...?
-...No es eso, aunque... sí, tal vez sea eso... - Tartamudeó Romualdo.
La Vieja insistió.
-¿... a que te miren como lo hacía tu madre?
Junto con su respuesta él le devolvió el mate que se había olvidado entre los dedos.
-No lo sé. No conocí a mi madre. En eso me parezco a José. -dijo señalando la cama- El tampoco debe haberla conocido. Por eso juega a que usted lo es y usted lo deja jugar, como me deja jugar a mí, mansamente, con la misma cosa.
Ella dejó la bombilla que estaba ejerciendo entre sus labios el turno que le correspondía, y le contestó con cuidada firmeza.
-Y si así fuera, ¿qué tendría de malo?
-Nada, -Dijo él. -nada.
-¿Entonces? -Insistió La Vieja.
-Vuelvo a decirle que nada. Debe ser por lo antes, cuando me hablaba de que hay que hacer lo posible para que la gente no se sienta sola.
-Así es. -Afirmó ella insistiendo, satisfecha de que el muchacho hubiera aceptado sus ideas y se hubiera sometido a una forma de aprendizaje que le iba a hacer bien. Después se quedaron callados como si las revelaciones acumuladas hubieran sido demasiadas. (Al fin de cuentas, cualquier revelación es demasiado.)
Con el siguiente mate, La Vieja le acercó el cigarrillo prometido que era el último de un paquete arrugado. Romualdo lo apoyó en las brasas ya casi inexistentes y consiguió encenderlo. Después aspiró profundamente, como si de esa manera valorizara mejor ese tabaco que acababan de regalarle. En seguida sonrió y señaló el cigarrillo.
-No sabía que usted fumaba. - Comentó como al descuido.
Ella respondió con desgano.
-De tanto en tanto. Un paquete a veces me dura más de un mes. Algún vicio de la juventud tenía que conservar.
-Pero este era el último cigarrillo que le quedaba... - Advirtió Romualdo.
-No importa. - Argumentó la mujer como si aquello no tuviera ningún valor. Romualdo no lo interpretó así.
-Discúlpeme, pero a mí me parece que sí importa. Esto que acaba de hacer es lo que usted llamaría un acto de amor.
-Yo lo llamaría sencillamente darte un cigarrillo. Mirá que te gusta darle vueltas a las cosas. Me parece que después del próximo mate, soy yo la que te manda a dormir para que no me sigas embarullando la cabeza.
El hombre no había dejado de sonreír.
-No va a hacer falta, ahora estoy muerto de sueño. Pero antes quiero decirle una cosa. No se ofenda, pero es usted la que siempre da vuelta todo.
La Vieja le extendió el que sería el último mate de esa noche y se quedó callada, como si necesitara repensar lo que acababa de escuchar, mientras el sonido de las ramas de los árboles movidas por el viento, disponía de todo ese vacío creado por por la ausencia de sus voces. Romualdo permaneció mirándola, esperando la respuesta que parecía no querer llegar nunca. Por fin la anciana se limitó a una frase escueta y vaga. -Puede ser...
-Puede ser. -Repitió Romualdo mientras se levantaba. -Hasta mañana Vieja.
Ya estaba casi en medio de la oscuridad cuando llegó alicaída la devolución del saludo.
-Hasta mañana muchacho, que descanses. Y abrigate bien, seguro que va a helar a la madrugada.
La mujer se quedó con la boca cerrada. Después recorrió con la mirada toda la penosa estancia y tomó el farol a kerosene que estaba asentado a su lado sobre un banquito de madera. Como si girara la cerradura de la puerta que la separaba del largo día transcurrido, y dispuesta por su cansancio a ponerle fin, movió lentamente la perilla del farol que siempre obediente se apagó de inmediato. Todavía tuvo ganas de quedarse en la semi penumbra, igual que si estuviera esperando un acontecimiento maravilloso, de esos que nunca suceden. Entonces, su vista medio fuera de foco cansada de adivinar las cosas que la rodeaban, dejó que los ojos se le fueran cerrando poco a poco. Sus dedos también querían dormir, por eso el mate casi frío que conservaba en la mano rodó sobre el piso sin hacer ruido. Pero ni ella ni sus dedos iban a soñar con nada ni con nadie. Desde hacía mucho tiempo, los sueños, especialmente los buenos sueños, parecían estar prohibidos. Fue su último pensamiento, antes de entrar en el negro y desconocido camino hacia el día siguiente.

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