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Si Madelaine se había propuesto, como tantas veces lo había comentado, permanecer en Mougins para esperar el otoño, su propósito se estaba cumpliendo aceleradamente. Lo demostraba la mañana recién llegada, generosa en nubes grises y densas, como también en un viento persistente que provenía del norte. Ella misma lo estaba comprobando desde el ventanal de su dormitorio poco antes de pedir el desayuno, sintiéndose muy confortable dentro de la larga bata de terciopelo ceñida en la cintura. La presión de la tela, le hizo recordar el efecto de las manos de Jean-Claude colocadas en ese mismo sitio durante la noche anterior, evocando también todas sus otras caricias, las mismas que había retribuido con entusiasmo. “El recuerdo del placer suele ser todavía más intenso que el placer mismo”, pensó sonriendo al rememorar los momentos de la pasada noche. Acaso la velada en el Moulin, el clima agradable de su semi penumbra, aquel exquisito vino espumante de Alsacia (en verdad era un champagne -4-) habían apresurado la ternura, después el deseo y el ansia de satisfacerlo. Todo resultó mucho mejor de lo esperado, porque su relación física con Jean-Claude nunca había sido realmente plena. Sin embargo, a ella le divertía conversar con él, que era casi como jugar con él, y eso parecía compensar todo lo demás. (“Ahora bien, ¿lo compensaba?”) Una incierta señal de alarma le hizo pensar que no era el momento indicado para reflexionar sobre eso. Acababa de comen-zar un nuevo día y su propósito era vivirlo enteramente, aunque afuera el cielo gris quisiera indicarle lo contrario. Regresó a la cama y comprobó que estaba tan compuesta como si nadie hubiera dormido allí. Se cubrió con el edredón sin quitarse la bata y volvió a pensar en Jean-Claude. Se habría levantado muy temprano, según su costumbre (“¡Oh los hombres que gozan saliendo prematuramente al frío del día en invierno o al sofocante fuego del calor en verano!”), y después de beber una taza de café permanecería en el salón disfrutando parsimoniosamente la lectura del Nice Matin. La doncella golpeando la puerta la obligó a postergar sus pensamientos. Obedeciendo a su respuesta, una bella muchacha morena se introdujo en la habitación portando una gran bandeja. Mientras la depositaba con habilidad sobre la cama, se hizo tiempo para saludar y después preguntar, con un tono que mezclaba la buena educación con una esmerada formación profesional.
-Buenos días señora. ¿Ha dormido usted bien?
-Muy bien Lucille, gracias... tan bien, como dicen que deben hacerlo los ángeles, aunque con las ocupaciones que todos ellos tienen, no creo que Dios les deje demasiado tiempo para el descanso. -Respondió Madelaine casi al descuido, mientras extendía la servilleta de blanquísimo lino cuidadosamente almidonada. Lucille, desgraciadamente poco dotada para juegos de ingenio, no comprendió demasiado la referencia al descanso de los ángeles, interpretándolo como otro de los frecuentes comentarios desconcertantes de su ama (para ella siempre indescifrables) y se limitó a mirar la bandeja como si temiera haber olvidado algo, pero comprobó con satisfacción que nada de eso había ocurrido.
-Si la señora encuentra todo a su gusto voy a retirarme.
Madelaine tomó debida cuenta de la observación y recorrió la bandeja con mirada ávida. Allí estaban las finísimas cafetera y lechera, la taza con su plato, el jugo de naranjas, las tostadas, un pequeño platillo, la mantequilla, dos dulceras de cristal con mermeladas de diferente tipo y los relucientes cubiertos de plata. Tampoco faltaba un primoroso búcaro que retenía como si tuviera decidido presentarla en un concurso a una hermosísima rosa. Finalizada la minuciosa inspección, se sintió satisfecha.
-Está todo perfecto Lucille, gracias.
La doncella se sintió complacida por la aprobación de su ama. Después hizo una inclinación leve y salió de la habitación. En tanto, la señora de la casa ya se había servido el café humeante al que agregó apenas unas gotas de leche, según era su costumbre. Luego tomó una tostada y comenzó a cubrirla rápidamente con la cremosa mantequilla. Podía notarse que si bien sus maneras eran delicadas, el apetito voraz que sentía esa mañana (lo admitió ante sí misma) le hacía apresurarse como si temiera que en cualquier momento un extraño hado penetrara en la estancia y le arrebatara el alimento, temor que había experimentado alguna vez siendo pequeña. Debió haberlo pensado nuevamente porque se detuvo por un instante, y luego, corrigiéndose, comenzó a manejarse con mayor parsimonia. No lo hubiera hecho mejor una niña en culpa después de ser descubierta mientras disfrutaba del pecado. Ese día la ducha también había sido una sensación maravillosa, algo que la rejuvenecía haciéndole sentir que crecía en su interior una nueva forma de con-fianza en sí misma. ¿Sería esa la felicidad? La felicidad... Seguramente la felicidad estaba compuesta por una suma de pequeñas cosas intrascendentes. ¿Cuántas veces se lo había preguntado y cuántas se había respondido lo mismo? Posiblemente no las suficientes, o tal vez sí, pero qué importaba. No era momento para detenerse en eso ni en cosas parecidas, ¿mas llegaría alguna vez ese momento? “Mejor más adelante.” Se dijo, y dispuso que al menos durante las próximas veinticuatro horas, habría de fijar su atención sólo en asuntos triviales evitando conflictos y preocupaciones. Terminó de vestirse poniéndose una chaqueta oscura de corte perfecto y en el cuello un vaporoso y colorido pañuelo de seda que contrastaba armoniosamente con el tono del casimir. Después, con paso firme y confiado salió de su habitación y se encaminó a la de Didier. Allí encontró al pequeño despierto y ya vestido entretenido con unos complicados juegos electrónicos que estaban esparcidos sobre una mesa lustrosa de considerable superficie. Se acercó y lo besó suavemente en la mejilla.
-Buen día Didier. ¿Cómo pasaste la noche? ¿Has descansado?
-Buen día mamá, he dormido muy bien. -Respondió el pequeño con formalidad.
-Me imagino que ya habrás desayunado. ¿Verdad?-
-Sí. Lucille me trajo chocolate y bizcochos hace un rato. - Le informó Didier con naturalidad.
-Muy bien, muy bien. Y ahora, ¿cuáles son tus planes para hoy?
Didier la miró extrañado.
-¿Planes? (“Que extrañas maneras de formular preguntas tenían los adultos”. - Pensó.)
Ella advirtió que tal vez había había hablado en forma un tanto confusa para un chico de nueve años.
-Quiero decir, ¿si has pensado hacer algo en especial?
-Por ahora me gustaría quedarme aquí jugando.
Madelaine le acarició la cabeza.
-Qué niño tan formal. -Le dijo cariñosamente. -¿Pero no has considerado que si te abrigas bien puedes salir al parque? Allí te espera Ulises para jugar contigo.
El se mostró contrariado como si acabaran de mencionar el nombre de un odiado rival.
-Ese perro no me quiere, nunca me quiso. - Comentó en tono quejumbroso.
-¿Pero de dónde has sacado semejante cosa? - Preguntó su madre como si acabara de escuchar una idea absurda.
-No lo sé, pero siento que no me quiere. A veces, me gruñe y después se aleja.
(Nunca sabremos si la afirmación de Didier era real o si pertenecía a los vericuetos de su fantasía.) Pero esa día Madelaine no tenía ánimo para internarse en una discusión que girara sobre el afecto que los perros suelen profesar a los niños o viceversa. Y mucho menos si el perro era suyo, y su hijo el representante de los niños.
-Mira, esta tarde voy a ir con Jean-Claude a la ciudad. ¿No te gustaría acompañarnos? Puede ser un paseo interesante, y acaso, hasta encuentres algo que te guste en la juguetería de la rue Antibes.
-¿Me van a llevar? Exclamó Didier con sorpresa.
-¿No te lo estoy proponiendo? ¿O vas a decirme que nosotros tampoco te queremos?
El niño permaneció callado como si tuviera que encontrar la respuesta apropiada, pero Madelaine, temiendo tener que enfrentar una nueva controversia no le dio tiempo.
-Bueno, convenido. Iremos los tres después del almuerzo. - Dijo alegremente a modo de despedida mientras dejaba la habitación. Didier acompañó su partida con una sonrisa vaga y después volvió a dejarse envolver por el encantamiento de sus juegos. Mientras bajaba las escaleras, Madelaine repensó la breve charla que acababa de mantener. ¿No estaba Didier demasiado tiempo solo? Posiblemente, después de las largas separaciones determinadas por los períodos escolares, necesitaba algo más que un beso cariñoso al despertar y otro antes de dormir o aquellos juguetes extravagantes o un perro con quien jugar, por el que (“¡eso era increíble!”) no se sentía querido. Decidió comentarlo con Jean-Claude, pero ¿entendería? Nunca había mostrado gran inclinación por convertirse en un padre para Didier, ni siquiera en un amigo. Ella tampoco se lo había propuesto, y tampoco le había hablado de problemas relacionados con la educación del niño. Cuando llegó a la planta baja sacudió la cabeza como si aquellos pensamientos estuvieran construidos con arena, y pudieran desecharse con sólo cambiarlos de lugar. Ya habría tiempo para considerarlos, pero por Dios, no ese día. Ese día tenía que ser perfecto. Se lo había propuesto. Su entrada al salón motivó que Jean-Claude dejara el diario y fuera a su encuentro para besarla.
-Buen día Jean-Claude.
-Buenos días Madelaine, se te ve radiante.
Ella agradeció que afortunadamente las recientes reflexiones no hubieran quedado dibujadas sobre su cara.
-Tengo que agradecértelo, porque tú eres el causante.
-Eres una mujer extremadamente gentil.
Se sentaron tomados de la mano como si estuvieran dispuestos a evocar las delicias de una vieja pasión. Jean-Claude pareció intentarlo, aunque mezclando las referencias íntimas con otras fuera de lugar.
-Resultó una noche maravillosa, del principio al fin. Nuestros momentos cuando regresamos fueron maravillosos, pero con relación a la comida, debería hacerle alguna crítica al salmón. ¿No lo crees?
-En realidad pensaba en cosas más agradables, como...
-Si es así, estás plenamente justificada - Dijo él - ...y ahora... ¿Quieres dar una caminata por el parque? Acabó preguntando Jean-Claude como si se hubiera convertido en un amante adolescente y sin ninguna experiencia, que trata de contentar con cualquier recurso a la mujer que acaba de darle su primera experiencia de placer. Madelaine remedó un escalofrío que tal vez era una forma sutil de coquetería.
-¿No hará demasiado frío?
-Si miras por la ventana recibes esa sensación, pero yo ya he estado afuera y te aseguro que el tiempo es perfecto.
-Como en el Mar del Norte en pleno invierno. -Bromeó ella.
Jean-Claude se incorporó y simuló arrastrarla hacia la puerta. Ella le siguió el juego y se dejó llevar. Daban la impresión de ser dos niños planeando un nuevo entretenimiento o una nueva travesura.
-Pareces un guerrero medieval tratando de conducir a su esclava al bosque para después poseerla.
-Es exactamente lo que soy, aunque mis intenciones posteriores quedan en reserva. -Le respondió él mientras accionaba el picaporte. Fue lo último que se les escuchó decir antes que salieran. La casa quedó en silencio apenas alterado por la suave voz de Lucille que desde la cocina canturreaba una vieja canción, la misma que aunque ella lo ignorara, había alguna vez cantado Georges Ulmer (5).
4 En Francia sólo pueden clasificarse como Champagne los vinos de ese tipo producidos en la citada región.
5 Cantante belga que actuó con éxito en Francia una vez finalizada la 2da. Guerra Mundial.
jueves, 26 de julio de 2007
Capítulo 4
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Ricardo Antin,
sur paredón y
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