domingo, 29 de julio de 2007

Capítulo 7

7

A pesar del intenso dolor, Romualdo estaba consciente cuando la ambulancia llegó al hospital.
-Es sólo una magulladura sin importancia. -Alcanzó a decir como si no quisiera molestar, mientras lo colocaban en la camilla de la sala de guardia. Pero ocupados en los preparativos para la curación nadie pareció escucharlo.
-Corte el pantalón aquí, de todas maneras ya está inservible. Después aplique el anestésico. -Indicó el médico a la enfermera señalando encima de la rodilla la pierna afectada.
El accidente había sido causado por el violento desprendimiento de una pieza de la máquina tejedora, que golpeó con fuerza precisamente allí. El impacto destrozó la tela, y buena parte de la pieza convertida en pequeñas esquirlas, se había incrustado en su carne. Utilizando con movimientos eficientes una pinza quirúrgica, el médico extrajo uno por uno aquellos fragmentos, desinfectó la zona, hizo un vendaje, determinó que se inyectara un antibiótico y un desinflamante, y que más tarde se le consiguiera un pantalón al paciente. Después comenzó su recomendación.
-En pocos días estará perfectamente. Ahora, a su casa, y guarde reposo hasta pasado mañana. Es fundamental que mueva la pierna lo menos posible.
La enfermera volvió trayendo un limpio y descolorido pantalón de jean que nadie preguntó cómo había conseguido, y con naturalidad ayudó a Romualdo para que lo vistiera. Tal vez porque la pobreza engendra timidez, él se sintió un poco cohibido, obligado a que la muchacha lo viera en ropa interior y a pesar del dolor, hizo todo lo posible para completar rápidamente la operación. Después, siempre con su apoyo bajó de la camilla. Recién en ese momento comprobó que tenía ante sí a una joven de poco más de veinte años, y le gustó verla tan bonita.
-Gracias doctor. -Dijo mientras salía. Ya afuera, tuvo un comentario para la enfermera, que sin razón aparente lo estaba acompañando. -Y a usted también tengo que agradecerle, además, siendo tan linda.
Ella rió ligeramente turbada.
-Parece que el accidente no le ha hecho perder la locuacidad.
Romualdo se sintió igual a José cuando se escuchó llamar “taimado”, pero aparentó que entendía perfectamente lo que la muchacha acababa de decirle.
-Así debe ser. -Respondió con fingida seguridad. Y en seguida tomando bríos, agregó. -Lo malo es no accidentarse todos los días, para verla a usted, digo.
-Para eso no hace falta accidentarse, basta con tener disposición. -Afirmó la muchacha con sorpresiva seguridad.
Ahora era él quién estaba turbado, porque nunca había tenido cerca a una mujer tan hermosa. Y jugó toda su decisión en una pregunta.
-¿A qué hora sale? Temiendo una respuesta esquiva, se arrepintió de su atrevimiento, pero la contestación disipó sus temores.
-Esta semana a las tres.
Romualdo se sintió seguro para correr un nuevo riesgo.
-¿Puedo venir a buscarla mañana?
-No, mañana no...
El muchacho pensó que se había ilusionado en vano. Pero otra vez ella iba a sorprenderlo.
-... porque mañana debe descansar y lo mismo tiene que hacer pasado, ya se lo dijo el médico. Pero puedo esperarlo la semana que viene, cuando ya esté completamente restablecido... esa semana salgo a las siete porque estoy cambiando permanentemente de horario. ¿Está bien? - Preguntó como si fuera necesario que diera explicaciones.
Alguna vez, Romualdo había oído decir que cuando pasa algo bueno se oyen trompetas celestiales. Hasta ese instante no las escuchaba, pero comenzarían a sonar en cualquier momento. Ese pensamiento lo animó, haciendo desaparecer el dolor de la pierna (“¿Pero es que alguna vez le había dolido la pierna o le iba a doler algo durante los próximos cien años si ella estaba cerca?”) y reunió la valentía necesaria para vencer su tremenda timidez habitual y preguntar tuteándola: -¿Cómo te llamás?
-María, me llamo María. -Dijo ella dulcemente.
-Bueno... Yo me llamo Romualdo.
-... ya lo sé, vi la ficha.
-Es un nombre horrible. -Dijo él como si llamarse así le diera vergüenza y tuviera necesidad de pedir perdón.
-A mí me parece lindísimo, además, tiene un timbre varonil, me gusta.
Eran frases convencionales pero a Romualdo jamás se le hubiese ocurrido reflexionar sobre los convencionalismos de saber qué eran. El quería volver a la conversación de poco antes. Lo consiguió sobre la salida del hospital.
-¿Te parece bien que venga a buscarte el lunes? Porque si te digo el martes, es como si hablara del siglo que viene... y no quiero esperar tanto.
A María el comentario le pareció muy hermoso, por eso respondió sin dudar: -De acuerdo. El lunes a las siete.
Se estrecharon la mano como dos amigos aunque a Romualdo, soñando despierto, le pareció que ya eran mucho más que eso. Poco más tarde, pidió que desde el hospital lo llevaran con La Vieja. Sabía que allí habría alguien esperándolo (“no como en la soledad de su casilla”). Nunca había sufrido un accidente, y en esa primera experiencia, no le resultaba nada reconfortante sentirse solo. Pensó que la anciana se asustaría, pero no tenía manera de ocultarlo. Después de un “¿Pero qué te pasó, muchacho?” Un breve relato fue suficiente para tranquilizarla. Cuando llegó José quiso que Romualdo le contara cada paso de lo sucedido, especialmente todo lo que tenía que ver con la curación. Pero también para él, el susto y la novedad pasaron pronto.
-¿Querés dormir acá esta noche? Por si precisás algo... - Preguntó La Vieja.
-No, y se lo agradezco. -Sintiéndose cerca de los que quería, Romualdo había recuperado el coraje para dejar de requerir compañía. -La verdad que cuando la máquina me golpeó, en lo primero que pensé fue en usted, y cuando pedí que me trajeran aquí... fue porque quería tenerla cerca, aunque fuera nada más que por un rato, para hacerme el mimoso, posiblemente... por eso vine...pero ya estoy bien... aunque, lo cierto, es que la necesitaba, ¿sabe?
La Vieja sintió que aquellas palabras se filtraban hacia su interior y se le acurrucaban en el corazón. Entonces sonrió satisfecha, porque encerraban un sentimiento afectuoso y pro-fundo, algo que cuando existe, siempre aparece en los momentos difíciles. Además, era una alegría saber que la consideraran necesaria, aunque más no fuera, “para estar ahí”. Animada por esos pensamientos, insistió, consiguiendo que Romualdo se quedara esa noche. Después de la cena el el muchacho sintió que el dolor recrudecía, Como si desde adentro de su carne una mano con dedos de acero pellizcara el lugar herido, pero no dijo nada. La Vieja, siempre atenta, descubrió su gesto.
-¿Querés una aspirina?
-¿Para qué? Casi no me duele. - Argumentó él buscando tranquilizarla.
-¿Y si no te duele, por qué tenés esa cara? Está bien, no lo reconozcas si no te parece, pero esta noche dormís acá. No quiero que te quedes solo y mucho menos perderte de vista. Cualquier cosa que precises me llamás sin dudarlo ni un minuto. Me entendiste, ¿no? - Recomendó con severidad mientras buscaba la parte posterior del cobertizo.
-Gracias Vieja.
Ella trató de terminar el recorrido que se había propuesto pero la voz de Romualdo la retuvo.
-Vieja...
-Si...
-¿Le puedo hacer una pregunta?
-Pero claro... ¿Cómo no vas a poder?.
-Es que no me gustaría que se ofenda...
-... ¿Ofenderme? ¿Y de qué me voy a ofender? Hace tiempo que no tengo secretos inconfesables, en verdad, creo que nunca los tuve, bueno - Dudó. -... tal vez alguno. Pero preguntá muchacho, preguntá. -Concluyó animando la curiosidad de Romualdo.
-Lo que pasa es que siempre quise hacerlo y nunca tuve valor para hablar del asunto, pensé... pensé que no me iba a interpretar, o que le iba a caer mal, pero se trata de... me gustaría saber su edad.
La Vieja no pudo contener una carcajada y se apoyó en la pared como si temiera caerse.
-Si fuera jovencita te contestaría preguntando ¿cuántos años me das? pero de tanto en tanto, suelo mirarme al espejo y no voy a correr el riesgo de que me des una respuesta sincera. La verdad es que aparento muchos más de los que tengo... que son cincuenta. Por lo menos es lo que revelan mis documentos... - dijo como si escupiera las palabras -mis documentos... -Repitió. -¿Y para qué sirven? Una vez, hace muchos, muchísimos años, leí en una revista que a una viejita en el norte de Brasil, la policía le pidió los documentos, entonces ella les dijo: “¿Para qué los quieren? ¿No ven acaso que mi cara y mi cuerpo son mis documentos?” ¿Te imaginás cómo estaría la pobre? Bueno, a mí me pasa algo parecido. Mis papeles dicen que tengo cincuenta años, pero yo me veo y me siento como si cargara cien. ¿Estás satisfecho? - Preguntó amagando volver a irse.
-No. -La detuvo Romualdo. -Porque yo no quisiera que fueran ni cincuenta ni cien, sino que se sintiera como una flor recién abierta. Es la única manera de la que puedo imaginármela. ¿Qué me importa lo que muestren su cuerpo o su cara... o lo que digan sus documentos?
A pesar de su esfuerzo, La Vieja no pudo contener las lágrimas. Se acercó al muchacho y lo abrazó apretadamente. Contagiado por la emoción él también se puso a llorar. Entre los sollozos, La Vieja le escuchó decir con voz casi ininteligible. -Y no me importa cómo sean su cuerpo y su cara. Su alma seguro que es como un capullo recién abierto. Permanecieron uno contra el otro. La anciana comenzó a darle suaves palmaditas en la espalda hasta que en pocos instantes, sintió que Romualdo se había quedado dormido. Entonces lo arropó como si fuera un niño en su cuna y lo besó en la frente. Después, segura de que esa vez no iba a ser interrumpida, comprobó que José también dormía. Luego tomó el camino del exiguo corredor que hacia la parte trasera del cobertizo.

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