miércoles, 25 de julio de 2007

Capítulo 3

3

Amaneció con la nada novedosa música del agua cayendo sobre las chapas del cobertizo. Era otra de las particularidades de la lluvia: además de imagen también es sonido. La Vieja entreabrió lentamente los ojos y lo primero que hizo fue comprobar que le dolía todo el cuerpo. “También, ¿a quién se le ocurre dormir sentada en una silla?” Admitió ante sí misma. Mientras trataba de acomodar su vista a las luces todavía tenues del nuevo día, vio que en en la cama revuelta José continuaba disfrutando el mejor de los sueños. Detrás de la bruma del viejo reloj que tenía en la muñeca las agujas casi invisibles a causa de su miopía señalaban las ocho menos cuarto. El reloj carecía de calendario, y tampoco había ninguno cerca, pero la simple observación de la hora le hizo sentir que era domingo, “un domingo de mierda”, como hubiera querido gritar a toda voz. Después se compensó pensando “¿y qué se gana con gritar? Es la misma mala sangre, y además, los otros se enteran. ¿Para qué darles ese gusto?” Trabajosamente se incorporó para acercarse al brasero. Allí, los minúsculos carbones de la noche anterior se habían convertido en una ceniza blanquecina y volátil. Con lentitud reunió unas maderas, apenas más que astillas, y colocó sobre ellas cinco pequeños pedazos de carbón. Después estrujó unas hojas de diario y las insertó en aquel irregular montículo. Por último lo roció ligeramente con un poco de kerosene y alejándose le arrojó un fósforo encendido que se estrelló en su destino provocando una pequeña explosión apenas audible. Sonrió divertida mientras le daba vida al fuego, tal vez porque era su ritual de cada mañana, una ceremonia que le hacía volver a sentirse niña, algo que si alguien le hubiera dicho le habría parecido una irreverencia. (Y sin embargo, ¿qué hubiera tenido de malo? ¿Acaso su niñez también era algo para poner junto a los trastos inútiles? ¿O los viejos nunca habían sido chicos ilusionados, repletos de fantasías como una bolsa colmada de caramelos de todos colores? Ella misma no siempre tuvo las espaldas encorvadas, ni fue prematuramente vieja y anticipadamente torpe, algo que queda desdeñado sin esperanzas en ese rincón donde se olvidan las cosas como si estuvieran muertas y no le importaran a nadie.) El leve estruendo del fósforo excitando al combustible despertó a José y le hizo incorporarse en la cama para mirarla como si la viera por primera vez en su vida.
-Buen día José. ¿No te parece temprano para despertarte?
-Oí un ruido. -Replicó el niño.
-Nada serio, no te asustes. Fui yo encendiendo el fuego. Seguí durmiendo si querés.
Maquinalmente el chico miró el brasero como si el minúsculo fuego recién nacido lo hipnotizara, precisamente cuando simulando un milagro comenzaban a crecer las primeras llamas pequeñas y débiles.
-Bueno, ya que estás despierto te vendría bien un poco de mate cocido y un pedazo de galleta. Además, te aviso, hoy tenemos azúcar... y en cantidad.
El chico sonrió como si le propusieran un manjar que la buena fortuna les había permitido recuperar en ese preciso momento, y se puso de pie rápidamente mientras se restregaba los ojos con la mano derecha.
-No hay tanto apuro che, primero tengo que buscar la yerba y poner a hervir el agua. -Comentó La Vieja en tanto diligenciaba esos quehaceres.
-Sí mama, sí? -Asintió el niño al tiempo que se sentaba en la cama evidenciando una mezcla de pereza y frustración.
-Pero podés ir lavándote la cara, eso no te va a venir nada mal, así que... ¡manos a la obra! - Le dijo animándolo.
José se levantó con desgano para dirigirse hacia afuera, donde lo esperaba la palangana junto a la maltrecha bomba de agua. El líquido que parecía hielo recién derretido le lastimó la cara, pero él, acostumbrado a esa sensación se frotó con fuerza y las desagradables agujillas desaparecieron de inmediato. Con la cara y las manos todavía húmedas entró en el cobertizo en busca de una toalla, o al menos de un trapo con el que secarse. La Vieja salió a su encuentro llevando lo que el niño precisaba y se ocupó ella misma de la tarea. Cuando la terminó le dio un beso en la frente para quedarse después contemplándolo, como hace cualquier madre con su hijo deseando verlo sano y limpio.
La pava comenzó a cantar la serenata del hervor y la sacó de su arrobamiento. Eso indicaba el momento de colocar la yerba en el jarro que alguna vez había sido esmaltado, y verter sobre ella el agua excitada y vaporosa. Dejó pasar unos minutos y luego llevó el recipiente a la mesa. Allí estaban esperando las dos eternas tazas que constituían su vajilla de desayuno y la azucarera cubierta de salpicaduras. Se sentó y José también lo hizo colocándose muy a su lado, como si el frío que comenzaba a sentir lo obligara a pegarse a ella. Pero no lo hacía sólo a causa de eso. También experimentaba muchas otras cosas cada vez que se acercaba a la Vieja, entre ellas, que el afecto y la seguridad se le comunicaban a través de la piel. Pero estaba de por medio el prometido desayuno, y esa era otra manera de recibir los sentimientos de la mujer. Respondiendo a la expectativa, una vez servida la verdosa infusión, La Vieja cortó un pedazo de la galleta que ya amenazaba con endurecerse y lo extendió al niño. El lo tomó instintivamente y le dio un mordisco sin reparar en su gusto. En seguida bebió un sorbo de su taza humeante y levantó la vista para mirar a La Vieja desde lo profundo de sus ojos negrísimos. Ella hizo como que no reparaba en su actitud, y con descuido se dedicó a su mate cocido.
-Cuando venga Romualdo le voy a pedir que vaya a comprarme algunas cosas. ¿Querés acompañarlo?
La cara del chico se iluminó. Le tenía gran cariño a Romualdo, y además, hacer las doce cuadras que los separaban del almacén significaba un paseo en su vida de infrecuentes salidas.
-Claro que quiero acompañarlo.
-Está bien, está bien. -Dijo La Vieja levantándose. -Pero primero vamos a esperar que pare un poco la lluvia, no sea cosa que te me resfríes. Las mojaduras son muy traicioneras en esta época del año, en cualquier época, diría.
José sonrió.
-¿No dice usted siempre que tengo la piel dura como un indio?
-La piel sí, pero no sé cómo estarán tus bronquios. Esa es otra cosa. - Respondió la mujer mientras levantaba las tazas de la mesa considerando que había llegado el momento de ir a lavarlas. -Y ahora, entretenete hasta que llegue Romualdo. No me vas a estar haciendo renegar hasta que venga ¿no? -Agregó con fingida dureza.
El chico que la conocía mucho más de lo que ella presumía, volvió a sonreír. Después sacó de abajo de la cama una gastada caja de zapatos, y de su interior, unos pequeños y planos autitos de cartón, dibujados por él mismo. Los colocó sobre la mesa y comenzó a simular con la boca el estrepitoso tronar de los motores. La Vieja pasó a su lado con las tazas recuperadas para la higiene y mirando el pasatiempo de José le habló como si quisiera animarlo.
-Fangio te envidiaría.
José no sabía quién era Fangio y tampoco comprendía muy bien qué significaba aquello de la envidia, pero le alegró sentir que la anciana se interesara por un juego de su invención. De pronto, le pareció que el ruido del agua había cesado, y mirando hacia afuera comprobó que ya no llovía, al menos por el momento.
-Ya no llueve mama. -Gritó como si estuviera anunciando un acontecimiento milagroso. La Vieja se asomó desde la segunda habitación, en la parte trasera del cobertizo, separada por una especie de débil mampara del sector de adelante adonde estaba José.
-Es verdad, ya no llueve, -dijo- siempre pasa lo mismo.
-Entonces Romualdo no va a tardar mucho.
Ahora la mujer fingió una justa impaciencia.
-José... no te olvides que hoy es domingo. Romualdo trabaja toda la semana en la fábrica y hoy tiene derecho a descansar un poco.
El rostro del pequeño se ensombreció como si acabaran de darle una mala nueva. Para apartarla, sus manos volvieron sobre los autitos y se escuchó otra vez el parejo zumbido de los motores. Pero el juego duró poco, porque el estruendoso “Buen día” de Romualdo llegó desde afuera como una clarinada precediendo su entrada triunfal.
-Buen día. - Volvió a decir ya adentro.
José levantó la cabeza para responder al recién llegado con una sonrisa, La Vieja vino desde el fondo.
-Parece muchacho que has tenido sueños felices. - Le dijo como si le lanzara un augurio.
-Por lo menos no fueron malos, aunque no lo sé, dormí tan profundamente que pudo haber ocurrido cualquier cosa. Creo que si una bomba hubiera explotado junto a la casilla, no la hubiera escuchado.
De todas maneras te tengo una mala noticia. -Anticipó La Vieja sonriendo con malicia.
-No le creo, pero diga, la escucho. Aunque acuérdese, hoy es domingo y las malas noticias valen la mitad.
José también estaba dispuesto a escuchar, como siempre lo hacía para seguir las conversaciones de los dos. Lo intrigaban aquellos intercambios de ideas deshilvanadas que parecían esconder una extraña verdad, y que él sólo conseguía desentrañar a medias pero igual le apasionaba la confrontación, acaso porque La Vieja era una suerte de madre poderosa, temible y benevolente. Y Romualdo, a pesar de su juventud, semejaba un ídolo adulto a quien le gustaría mucho parecerse. Ellos componían la totalidad de su mundo afectivo, y resultaba natural que se aferrara a su presencia o a su recuerdo, como si más allá de lo que representaban no hubiera otra cosa. (En verdad no la había.)
-Necesito que me vayas a hacer algunas compras.
Romualdo lanzó una carcajada.
-¿Y esa era la mala noticia?
-Si te parece buena, mejor para vos. -Argumentó la mujer con fingido desdén dándose vuelta como para ir hacia el brasero.
-¿Qué necesita Vieja? Dígalo y nos vamos volando con José a buscárselo. -Dijo Romualdo con franca disposición mientras ella se preparaba a responder, ahora con su tono más socarrón.
-Volando... - Repitió mientras volvía, como desvalorizando el ofrecimiento. - ... y después vuelan tan alto que se olvidan entre las nubes la mitad de lo que les encargo, siempre hacen lo mismo.
-¿Nosotros? -Terció con ingenua timidez José.
-Sí, ustedes, mocoso presumido. Pero bueno, no discutamos, y mejor tomen nota de lo que tienen que comprar. ¡A ver si pierden el ánimo antes de ayudarme!
-Diga Vieja, diga. - Insistió Romualdo como si estuvieran a punto de encargarle la conquista de un reino.
-Por empezar necesito azúcar y yerba. Unos fideos frescos, manteca, pan del día y... como hoy es domingo y hace muchas semanas que no le doy el gusto, una botella grande de gaseosa para José.
El chico tuvo ganas de gritar de alegría pero se contuvo, manteniendo la mala costumbre de guardarse sus emociones.
-Y yo le voy a comprar unas facturas para el mate de la tarde. -Agregó Romualdo como al descuido.
La Vieja lo miró con un relámpago de sorpresa fulgurando en sus ojos.
-¿Es que asaltaste un banco?
El hombre asumió un gesto casi solemne.
-Usted sabe bien que soy un hombre decente.
-Decente... sí, yo también soy decente, -reflexionó- ¿y qué otro remedio nos queda? Podemos robar un pan, una manzana, tal vez hasta algunos huevos, pero eso es todo, lo máximo que llegado el caso podríamos permitirnos porque son las cosas que nos rodean. No tratamos con financistas, ni se nos ocurriría asaltar un banco o una joyería, ni tramar uno de esos negociados fabulosos que cuentan por la radio. Esas cosas son para la gente importante. A nosotros nos basta con unas monedas para el pan, la manzana o los huevos, y si no las tenemos, ¿qué importa? sabemos pasar hambre, estamos dispuestos a enfrentarla como cuando es necesario que nos pongan una inyección, aunque no nos guste. Por eso no tenemos otra salida que ser decentes, como yo veo las cosas... ¿qué sentido tendría no serlo? ¿Para qué? Resultaría ridículo ir a la cárcel por robar un pan, no guarda relación el riesgo con el castigo, ¿te das cuenta? De lo contrario, andaríamos asaltando bancos día y noche, no te quepa la menor duda, aunque también falta decir que no tenemos el coraje necesario para hacerlo. A fuerza de ser pobres nos hemos convertido en corderos adormilados, en animales imbéciles demasiado mansos. Aunque siempre pienso que a alguien debe convenirle que seamos nada más que eso... a los ricos por ejemplo, y no creas que lo digo por resentida, pero los ricos son casi todos unos hijos de puta. Comen cosas finas pero ese no es más que el alimento que nos roban a nosotros.
-Yo no me siento un cordero adormilado ni un animal imbécil. -Reaccionó Romualdo.
-No, claro... - Dijo La Vieja. -Uno no se da cuenta, lleva tanto tiempo así que ya tiene el hábito. Pasa lo mismo que con mi resentimiento aunque lo niegue como hice recién... a fuerza de tenerlo clavado en la carne, acabo olvidándolo.
-Tal como lo presenta, -insistió el muchacho- parecería ser que la indecencia es sólo para personas de categoría.
-Mejor dicho, de buena posición. -Corrigió ella. -Eso no tiene nada que ver con la categoría, porque hay muchos brutos con plata. Esto lo vas a comprobar muy seguido. - Hizo una pausa como si tuviera que analizar lo que acababa de decir. Entonces sintió que siempre se apresuraba y terminaba hablando más de la cuenta. Especialmente, porque aunque no quería ocultarle a José la realidad, había cosas que era preferible no escuchara. Por eso creyendo que se trataba de una buena decisión, dejó bruscamente el tema. -Bueno, ¿se van o no se van? Aprovechen antes de que empiece a llover de nuevo, y muévanse rápido, ¡tortugas! porque a este paso van a regresar cuando se haga de noche.
Romualdo y José se miraron con intención, seguros de estar viviendo una situación que siempre se repetía de una manera o de otra.
-¿Vamos José?
La Vieja no esperó que el chico respondiera.
-¿Ahora te vino el apuro? Esperá un poco nada más, que el chico tiene que abrigarse. Llevate la campera y la bufanda que hace frío. -Dijo señalando el armario de madera opaca.
El pequeño siguió cuidadosamente las instrucciones porque no quería que una involuntaria desobediencia le malograra el paseo. Después tomó la mano de José y junto a él se fue brincando. La Vieja los vio partir y a modo de despedida, cuando ya comenzaban a alejarse, les lanzó su recomendación casi gritando.
-¡Y vuelvan pronto... no vayan a quedarse tonteando por ahí como acostumbran!
Ellos apenas la escucharon, especialmente José, que se sentía como si por primera vez saliera a descubrir un mundo que le pertenecía.

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