6
Esa noche después de la comida, Jean-Claude permaneció en el salón retenido por un libro que la casualidad le había ayudado a descubrir en la biblioteca. Era una situación llamativa porque no tenía ninguna inclinación hacia la lectura. Mientras tanto, en el tocador de su dormitorio, Madelaine se cepillaba pacientemente el pelo. De pronto el cepillo escapó de sus manos y cayó al piso. Se inclinó para recogerlo y al levantarse observó en el espejo que a causa del brusco movimiento se había abierto su bata dejando a uno de sus senos completamente al descubierto. Sintió cierta satisfacción al verlo allí, de dimensión mediana pero erguido como cuando tenía dieciocho... “¡dieciocho años!” rememoró. A esa edad había vivido su primera experiencia sexual, “tardía” para la mayoría de sus amigas de aquella época. El era un estudiante de medicina llamado Bertrand Dulmage, que combinaba su vocación hacia esa disciplina con una increíble inclinación a escribir poesías de alto voltaje cargadas de sensualidad y erotismo. Después del tiempo transcurrido nunca había podido definir si la seducción había sido provocada por la lectura de aquellas odas encendidas, o por el minucioso relato que le había hecho una tarde sobre la teoría que explicaba la circulación de la sangre. ¡Bertrand era capaz de de todo! (Pensó con buen humor sin considerar que para su buena disposición de entonces, lo mismo hubiera dado una cosa que la otra.) Lo cierto fue que el amorío lleno de pasión se interrumpió bruscamente cuando él debió volver a su pueblo de provincia, llamado por uno de esos problemas de familia que suelen presentarse en los momentos menos oportunos. Ella se prometió esperarlo, pero entonces conoció a Henri (“¡Ah, el apuesto Henri!”) y finalmente terminó olvidándolo... por lo menos hasta muchos años después, cuando casualmente lo redescubrió ejerciendo con éxito en Dijon su profesión de médico. Madelaine consideró que aquella era una excelente ocasión para revivir experiencias pero Bertrand estaba demasiado ocupado con la medicina, y la trató con la misma indiferencia que hubiera empleado de encontrarse con una antigua compañera de escuela. Su comentario más remarcable y no demasiado cortés, fue: “te encuentro muy cambiada”. Aquella apreciación tan obvia y carente de cortesía le sonó insultante y la hizo congratularse por haber cedido por entonces a los deseos de Henri sin esperar a su primer amante. “Naturalmente -consideró- no lo merecía”.
Sus evocaciones no la habían apartado de la contemplación de su seno, y hasta sintió deseos de acariciarlo. Por fin lo hizo recorriéndolo largamente, como si se tratara de su bien más preciado. Entonces tuvo una mezcla de extrañas sensaciones: en primer lugar se presentó de nuevo el placentero recuerdo de lo ocurrido la noche anterior, durante la que había sido capaz de volver a satisfacer plenamente a un hombre menor que ella (circunstancia que le hacía experimentar un particular brío) y a conseguir sus propios orgasmos con la presteza propia de una ardiente jovencita. Nada de eso sucedía por primera vez pero en pocas ocasiones similares había sentido en la piel una comprobación tan positiva y terminante. Sin cubrir su seno, reinició el cepillado, ahora con alguna brusquedad, mientras sentía que un calor familiar y creciente comenzaba a llenarle el pecho. “Me estoy excitando como una prostituta”, pensó. “Y después de todo... ¿qué tendría eso de malo? Cuando necesito un hombre no debo pretender mostrar la falsa imagen de una anciana duquesa beata, ni siquiera ante mí misma”, se repitió completando su pensamiento. En ese momento entró en la habitación Jean-Claude trayendo el libro que le había mantenido ocupado. Madelaine se cubrió apresuradamente pero no pudo evitar que él se le acercara intrigado, intuyendo que acababa de pasar algo fuera de lo común.
-¿Estás bien? Fue su pregunta obligada.
-Sí, perfectamente -respondió ella- sólo cuidaba mi pelo mientras recordaba algunas experiencias de mi juventud. Parece que es imposible sosegarse y darle descanso a la mente.
-¿Y eran evocaciones agradables? - Fue la nueva pregunta, también inevitable.
-Te enardecería conocerlas. Hasta puedo contártelas si quieres, te prodigarían sensaciones muy estimulantes. -Comentó ella con el mismo aire que utilizaría para tramar algún plan excitante.
-¿Acaso más interesantes que este libro? - Inquirió Jean-Claude sin demasiada curiosidad, señalando el volumen que retenía contra sí, como si no le hubiera merecido atención o no hubiera percibido la velada propuesta.
Ella se sintió molesta, casi ofendida, y también incómoda, como si Jean-Claude la hubiera dejado fuera de lugar.
-La comparación me hace poco favor.
-Discúlpame. Ha sido un día intenso y largo, además la lectura, a pesar de haberme resultado extremadamente interesante, ha terminado por agotarme. Suele ocurrirme a menudo.
-Nunca lo había notado, pero si, eso debe ser. -Dijo Madelaine mientras se levantaba de la banqueta tratando de ocultar su disgusto, y se quitaba la bata para dirigirse a la cama. El la vio pasar frente a sí presumiendo que por alguna razón que no llegaba a discernir las cosas no estaban bien. (“¿Sería por su culpa?”) Por eso mismo, para superar la situación, tal vez torpemente, sólo atinó a formular una pregunta.
-¿En paz Madelaine?
-En paz Jean-Claude, que descanses.
Ya en el lecho, Madelaine se cubrió por completo con las mantas acolchadas. Comenzaba a sentir un poco de frío.
Despertar del día siguiente no resultó tan placentero como la mañana anterior. Se veía frustrada, incomprendida y despreciada. Por primera vez, encontrar a Jean-Claude en su cama (todavía durmiendo a su lado, ya que aun no se había levantado) le producía cierto desencanto, como si de pronto y sin que nadie lo hubiera propuesto estuviera convirtiéndose en un desconocido. “Nadie duerme con desconocidos, y menos, con desconocidos tan conocidos”, se dijo irritada, aunque afortunadamente la frase le sonó tan ingeniosa que comenzó a devolverle la calma. Entonces consideró con satisfacción que esa permanente capacidad de recuperación era una de las cualidades más remarcables de su carácter. De todas maneras, sólo pensar en darle a Jean-Claude los buenos días le producía una sensación desagradable. Por eso se levantó procurando no hacer ruido para ir al cuarto de baño. Allí cerró la puerta y dejó que comenzara a correr el agua de la ducha. Después se quitó la bata y el camisón y quedó desnuda frente al enorme espejo. Ya no era sólo uno de sus senos lo que le mostraba el cristal. Allí estaba toda ella expuesta sin el menor disimulo. Se detuvo en ese espectáculo personal para observarlo detenidamente, dispuesta a hacerlo con el espíritu más crítico, como si se tratara del cuerpo de otra mujer.) Comenzó por recorrer los delicados pies de uñas esmaltadas en rojo laca, sus piernas largas y bien torneadas, el pubis apenas cubierto por un minúsculo pompón severamente depilado por una mano profesional (ella sostenía que los bordes de su vulva debían estar totalmente desprovistos de vello para permitir un placer mucho más intenso cuando era acariciada en los momentos del amor. Entonces recordó al fiel y elegante Edouard, un depilador que disponía de toda su confianza para atenderla meticulosamente en esos menesteres y muy ocasionalmente en otros más íntimos.) Luego se colocó casi de perfil y observó su cintura pequeña, las caderas armoniosas, las nalgas muy firmes un tanto salientes y el vientre plano. Volvió a colocarse de frente y allí contempló sus senos que mostraban la misma frescura que les había redescubierto mientras se cepillaba el pelo. Tampoco dejó de contemplar su cara que por algún gracioso e inexplicable misterio conservaba su tersura sin haber atravesado nunca lo que calificaba como “los desagradables avatares de una cirugía”. Después del severo análisis realizado, concluyó en que encontraba espléndido a su cuerpo. Por supuesto que casi desde siempre, había recibido los beneficios de un cuidado minucioso: largas clases de gimnasia y masajes constantes. A esto se agregaba que no bebía en exceso, era frugal en las comidas, dormía las horas necesarias, “a veces más de las necesarias”, consideró, y prácticamente no fumaba. Según los médicos, aquellas eran cosas fundamentales. Pero no podía ser solamente por eso, ya que miles de mujeres hacían lo mismo y hasta se sometían a sacrificios indescriptibles sin el menor éxito. Esto último le hizo sonreír, al pensar en considerar una probable causa genética. “Pero... ¿por qué no?” Esa debía ser la razón, algo que hacía suponer la existencia de alguna cosa maravillosa y desconocida que había tenido una influencia determinante, algo así como un misterio encerrado en cada una de sus células. En suma, su resumen consistió en determinar que lucía un agradable encanto estético que se proyectaba a su atracción sexual. Luego lo comentaría con Jean-Claude... ¿con Jean-Claude? ¡En qué la había transformado el hábito de la convivencia! ¿Es que todo tenía que pasar por él? ¡Al diablo con Jean-Claude! ¿Para qué presentarle precisamente el tema de su cuerpo cuando horas atrás lo había despreciado sin el menor reparo? Habría cientos de hombres más interesantes para hablar de esas cosas. Sólo tenía que hallarlos, lo cual tampoco representaría un gran esfuerzo. Estarían en alguna parte del mundo, si no esperándola, al menos bien dispuestos para dedicarle a sus formas mucho más que comentarios circunstanciales o ironías estúpidas disfrazadas de sentido del humor. Además, no la abrumarían preguntándole constantemente “¿adónde quieres comer esta noche? Ese mucho más era lo que ella necesitaba.
Ya bajo la ducha, mientras comenzaba a frotarse enérgicamente con su jabón Lancôme manteniendo un creciente encono hacia su compañero, tomó una decisión que le hizo comenzar a sentirse de nuevo radiante: regresaría a París. El otoño acababa de llegar, pero no estaba dispuesta a aceptar que lo hacía para ella. Iba a dejarlo en Mougin hasta que pensara en la conveniencia de volver a encontrarlo. Lucille fue la primera en conocer lo resuelto y recibió la noticia tratando de ocultar su alegría. Regresar a París significaba volver a estar cerca de la casa paterna y también de Antoine, su novio. Además, allí el trabajo se simplificaba, ya que las tareas en el piso de la Avenida George Vº resultaban agradablemente livianas, debido a que allí la servidumbre era más numerosa que la reducida dotación de Mougin, integrada sólo por ella, una cocinera, y el casero que también cuidaba el parque. En seguida Madelaine se lo comunicó al pequeño Didier, para quien volver a París significaba acercarse un poco más al colegio. A pesar de que se sabía un buen estudiante esa proximidad no le causaba ningún placer. Pero no formuló queja alguna porque intuitivamente presentía que a su madre ese regreso le proporcionaba satisfacción, y aunque no podía determinarlo con precisión, tal sentimiento surgía de la forma entusiasta con que le había hablado de su decisión. Hasta parecía que había rejuvenecido.
El almuerzo se desarrolló entre comentarios tan triviales como comparar la calidad entre el jamón francés y el de Parma, o determinar el rendimiento de los viñedos en diferentes regiones, tema este último propicio para los conocimientos de Jean-Claude. Después de beber el café en el salón la pareja salió a dar un paseo por el parque. Pasaron largo rato caminando en silencio sobre el sendero de grava, hasta que Madelaine habló con tono seco y cortante.
-Mañana regreso a París.
-¿Regresas? -preguntó Jean-Claude- ¿Es que te vas sola? ¿Acaso no has pensado en mí?
-Pareces estar muy a gusto aquí y no pienso obligarte a que vuelvas. Como siempre la casa permanecerá abierta y puedes quedarte en ella todo el tiempo que quieras.
-No será lo mismo si tú no estás. Por otra parte, ¿qué sentido tendría? Me sentiría como un viejo retirado esperando en un sillón hamaca el día de su entierro. Madelaine lo imaginó en la circunstancia descripta y no pudo menos que reír. El pareció turbado.
-¿Es que he dicho algo gracioso?
-No, -respondió ella. - Pero la imagen que me diste sonó divertida aunque no te lo hayas propuesto, acaso, por ser tan improbable como absurda. Creo que faltan siglos para que te retires, suponiendo que lo hagas algún día, además, no te gustan los sillones hamaca.
-No, no me gustan, pero de todas maneras... -pretendió argumentar él, pero Madelaine lo interrumpió.
-... Jean-Claude, dejemos los rodeos para otra ocasión, ambos sabemos que separarnos es lo más conveniente. ¿No te parece?
-Está bien, ya que lo tienes tan dispuesto. -Aceptó Jean-Claude. - Pero hasta ayer parecíamos ser felices... -Se lamentó. Entonces Madelaine continuó.
-Lo malo es que nos conformábamos con parecerlo, pero no quiero hablar de eso ni convertir la conversación en un intercambio de reproches. Hemos sido excelentes amigos, hemos compartido muchas buenas cosas durante más de un año, también, a nuestro modo, nos hemos querido, es más, pienso que todavía nos queremos, pero he comprobado que todo ha cambiado. Ayer por la noche descubrí lo deficiente que es mi relación con Didier, y las dos cosas están estrechamente vinculadas. En lo que a ti respecta, tal vez me he puesto demasiado exigente. Pero ahora creo, y en esto quisiera ser comprendida, que mis relaciones sentimentales deben desarrollarse fuera de la casa, porque es un error compartirlas con un hombre, obligándolo, me parece la palabra apropiada, a sentir afecto por un hijo ajeno.
El trató de ensayar una justificación, pero ella se lo impidió con un gesto y continuó.
-Admito que cuando decidí adoptar a Didier no te conocía, y ahora, no puedo pretender que le quieras sólo porque a mí me parece que corresponde. No te hago ningún cargo por eso, ya que lo mismo ocurriría cualquier hombre que se me cruzara en el futuro. Por eso creo que si Didier y yo viviéramos solos lograría dedicarle más tiempo, lo necesita, como yo a pesar de mi edad, tengo que confesarlo, necesito todavía de la sorpresa de la pasión, dirás que es ridículo, pero está en mi naturaleza y no puedo ni quiero evitarlo. Es paradójico, pero tú sin proponértelo me has ayudado a develar algo que permanece latente en mí... tardíamente, puede ser, pero esto último es en todo caso culpa mía. El sexo es algo que todavía me resulta muy importante, no voy a ocultarlo o disimularlo. Y al paso que vamos, terminaría siéndote infiel, y eso tampoco me parece justo.
-Antes de seguir me gustaría saber por qué consideras que el sexo no me importa. - Dijo él.
-Porque me parece entender que lo vivimos de manera muy diferente. En tu caso, y por favor no te molestes, parece ser otro ingrediente de tu vida social. En cambio para mí, es casi el centro de todas las cosas.
-Siempre creí que éramos muy parecidos y que el placer es uno solo. -Adujo Jean-Claude, pero ella intuyó que era como si buscara simplemente defender un punto de vista.
-No querido, no es así. El placer tiene mil caras y todas son distintas: muestran diferente edad, hacen diferentes gestos, reaccionan de mil maneras inesperadas. No lo advertimos, pero hasta sonríen de una forma cambiante cada día. Mírame a mí, naturalmente prefiero relacionarme con personas de mi posición, pero si ello no fuera posible, no me importaría acostarme con un colchonero, claro está, si nos atrajéramos. Sé que muchos calificarían como inmoral lo que te estoy diciendo, pero la moral, y no quiero ser cínica ni despectiva, se la dejo a los pobres. En su gran mayoría son ellos los que no pueden vivir sin tenerla a la vista como si se tratara de una imagen sagrada que debe venerarse diariamente. Y lo siento, no tanto por esto, sino mucho más porque son pobres, y esa debe ser una condición intolerable. Ya ves que no soy una desalmada, pero volviendo al núcleo del asunto, debo pensar en Didier, pero principalmente, también debo pensar en mí. Soy una mujer sana, me siento maravillosamente bien y los médicos parecen haberme extendido un pasaporte de vida eterna, pero a los cincuenta años, me duele decir que pronto serán cincuenta y uno, ya no depende de lo que opinen los médicos, todo eso no es nada más que una ficción, y créeme, no pretendo dramatizar, aunque...
-... sólo falta que redactes tu testamento... -comentó Jean-Claude.
-...ya lo he hecho hace mucho tiempo, descuida. Pero por favor, déjame continuar. Verás... me doy cuenta que a veces puedo parecer irreflexiva y hasta vehemente, pero soy una mujer sensata. Se lo debo a Didier desde el día en que tomé la responsabilidad de su crianza. Entonces no me daba cuenta totalmente de la magnitud de la obligación que asumía, pero ahora lo sé... tardíamente, ¡en buena hora! además, y esto también es importante, porque no quiero parecer, ni me siento, una tonta madre sacrificada, me lo debo a mí misma. Ya ves que acaso sea también un poquitín egoísta.
-No creo que seas egoísta ni pretendo halagar tu vanidad, más todavía, pienso que todo lo que acabas de decir es absolutamente razonable, por eso lo comprendo. Salvo que, lamento que nos separemos y sigo sin descubrir, eso si, cuál es la verdadera causa, más allá de tus explicaciones.- Comentó Jean-Claude con sincera aflicción.
Ella tomó su mano y lo miró con afecto. La actitud comprensiva que él acababa de asumir, y la tristeza con que se había expresado, esfumaban su encono.
-Podemos seguir viéndonos. Tenemos una relación cordial y no puedo ni quiero olvidar eso. Por otra parte, eres un hombre noble y te considero sumamente atractivo.
El sonrió, pero estaba apesadumbrado. Muy posiblemente para ocultarlo, quiso recurrir a una humorada. -¿Aunque no sea un colchonero, o fantaseando con que lo soy?
Ella pareció no querer entender el sentido de sus palabras, o si lo entendió, prefirió evitar que la conversación escapara del tono que se había propuesto.
-Jean-Claude, discúlpame, pero no quiero mantener un compromiso que comienza a tener serios altibajos, y que me aparta de otras vivencias... ¡las necesito... he llegado a comprobarlo! Tampoco quiero que tú lo mantengas, porque no debo privarte de experiencias más novedosas. ¿Soy bastante clara? Por favor, quiero conocer tu opinión. Me molestaría creyeras que me complace hablar sobre todo esto como si estuviera dictaminando, sin prestar la menor atención a tus propios puntos de vista. -Argumentó como si rogara.
-¿Y cuándo te vas? -Contestó él evitando una respuesta, porque sabía que los sentimientos no se reconstruyen como los edificios.
-Mañana. Después de las cuatro debo pasar a retirar los billetes que encargué esta mañana por teléfono.
La miró extrañado, como si hubiera escuchado algo despojado de todo sentido.
-¿Estarás pensando por qué no viajo en avión? Se anticipó ella que había percibido nítidamente el gesto del hombre.
-Es cierto. -Confirmó Jean-Claude. -Sería mucho más rápido y bastante menos cansador. Pero no... debes tener razones tan buenas como definitivamente diversas. ¿Verdad?
-Así es, las tengo, y te diré porque en este caso prefiero el tren: siento muchas ganas de reconocer el paisaje que ya he visto cientos de veces. Sí, ya sé, soy como esos niños que miran siempre el mismo libro de cuentos y vuelven a ver sus mismos dibujos una y otra vez sin jamás aburrirse.
Jean-Claude asintió con un gesto comprensivo que Madelaine agradeció con una sonrisa. Parecía que a ambos les quedaba muy poco, o casi nada por decir.
Puedo llevarte en el auto a buscar los billetes. - Sugirió Jean-Claude. Sería muy placentero. ¿Quieres?
-Me darás un gusto.
-Después aprovecharemos para beber una copa de champagne en el Carlton.
-Me suena bien, brindar por la despedida, como solían hacer en las viejas películas.
-O por los nuevos reencuentros, -argumentó con tono melancólico Jean-Claude- es cuestión de opinión.
-Sí, claro... -se apresuró a decir Madelaine dubitativamente- ... cuestión de opinión.
-... así es: como todas las cosas... -repitió en voz baja Jean-Claude, antes que se alejaran por el sendero que conducía de regreso a la casa.
sábado, 28 de julio de 2007
Capítulo 6
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Ricardo Antin,
sur paredón y
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