martes, 31 de julio de 2007

Capítulo 9

9

París recibió a Madelaine como si no la esperara: un clima hostil y desapacible, casi invernal, lluvias intermitentes, viento endemoniado, y un frío penetrante y húmedo. Pero su objetivo había sido estar allí y no parecieron preocuparle esas contingencias meteorológicas que tomó como algo natural y pasajero. En contraste con situación tan poco acogedora, su piso de la Avenida George Vº estaba agradablemente cálido. Allí, Lucille, su doncella favorita que la había acompañado a Mougins, la ayudó a desempacar, aunque ella misma quiso colgar en el placard algunos vestidos. Esa tarea trivial la hizo sentir mejor y mucho más en su casa, hasta que una llamada telefónica la sacó de aquel trabajo.
-Aló Josephine... ¿pero cómo supiste que había regresado? Parece que es imposible ocultarte la menor cosa.
Desde el otro lado de la línea la voz se escuchaba clara y afectuosa, y también ansiosamente apresurada, como si su dueña quisiera saberlo todo en pocos segundos.
-Mi querida, dirás que fue un presentimiento, pero esta mañana te llamé a Mougins... ¡tenía tantas ganas de hablar contigo!... y el casero me dijo que estabas viajando en tren hacia París. Por eso hice un cálculo apresurado sobre tu hora de llegada y aquí estoy, llena de curiosidad ¿Cómo han ido las cosas? ¿Y cómo está Jean-Claude? Sospecho que algo inesperado debe haber ocurrido para que resolvieras volver tan sorpresivamente. Pero antes, háblame de Didier.
La recién llegada respondió interponiendo previamente una carcajada.
-Josephine... vas a perder el aliento si sigues hablando a esa velocidad.
-Perdón, son las ganas de saber de ti... -Aseguró su amiga.
-Tranquilízate, no voy a dejar nada sin contestar, y lo haré de la manera más ordenada.
Para los dos era una conversación franca y grata, algo habitual después de una amistad de veinte años. Josephine -diez años menor que Madelaine- se había casado dos veces, divorciándose con pasmosa velocidad otras tantas, pero sus desencuentros matrimoniales no deterioraron su carácter alegre y comunicativo.
-¿Didier? Bueno, está muy bien, aunque sospecho que hubiera preferido quedarse en Mougins. No olvides que París y el colegio son para él casi la misma cosa. Respecto a todo lo otro... las circunstancias que decidieron mi regreso...
(Madelaine relató a su amiga lo sucedido sin omitir ningún detalle. Eso incluía lo ocurrido en Mougin, y hasta aquel insólito momento en que se detuvo a estudiar su propio cuerpo. También mencionó sus reflexiones y las conclusiones a que la habían llevado, culminando con la decisión de separarse abruptamente de Jean-Claude.) Cuando se detuvo, Josephine continuaba necesitando algunas precisiones.
-Y él ¿cómo lo recibió? -A veces resulta tan inescrutable como un mandarín, esa fue una de ellas. Aunque el último día me pareció notarlo entristecido. Nunca sabré si Jean-Claude me quería, si estaba acostumbrado a mí o si yo era otra pieza en la estructura de su vida social.
-¿Quiere decir entonces que entre Uds. dos todo ha terminado? -Preguntó presumiendo que a su amiga le quedaba poco por agregar.
-No quisiera ser tan definitiva, por aquello de que las definiciones suelen convertirnos en sus esclavos, -Aclaró Madelaine. -pero bueno, el tiempo dirá. Sabes que tampoco me complace pronosticar el futuro, y mucho menos si se trata del mío. Josephine percibió una vaga tristeza flotando entre las palabras de su amiga y por eso la interrumpió.
-¿Qué te parece si me acerco a tu casa... me encantaría hacerlo... y hablamos del viaje a San Sebastián que tenemos pendiente desde hace un siglo? Todo parece indicar que está muy próximo a realizarse. ¿O me equivoco?
-Es una excelente idea. - Contestó Madelaine, ya sin el menor vestigio de sombras en el tono de su voz. Y agregó. -¿Por qué no vienes esta tarde? Me imagino que también tendrás muchas cosas para contarme, por ejemplo algo sobre el romance con tu joven tenista. No creas que lo he olvidado, ni tampoco, que soy menos curiosa que tú. A veces tengo ganas de saber cosas, especialmente si son las tuyas, y eso es como el hambre o como la sed, una curiosidad incontenible que sólo satisface el pan y el vino de las confidencias.
-Ay Madelaine, no me hables de eso. Todo terminó con la misma velocidad con que había comenzado: gustos diferentes, costumbres diferentes... también edades diferentes, diría que demasiado diferentes. El sólo tener que repetir tantas veces esta palabra parece explicarlo todo... ¿no? ¡Diferentes!... - insistió. - Pero está bien, tú te mereces todos los detalles. Luego te los contaré uno por uno.
-Bien, te espero a las cuatro. -Propuso Madelaine.
-Prometo ser puntual.
-Siempre lo eres. -Asintió Madelaine. -Hasta luego.
-Hasta luego querida amiga, y bienvenida a casa. -Dijo Josephine antes de colgar el receptor.
Madelaine hizo lo mismo mientras pensaba sin contener una sonrisa: “Josephine, la eterna Josephine, ¡qué bueno volver a encontrarla!” - Mientras se alejaba del teléfono observó a través de la ventana que había comenzando a llover nuevamente pero con mayor intensidad. De inmediato asoció con su regreso la lluvia que persistía desde la mañana. -“Es un buen augurio”. Pensó.


Más tarde, bebiendo té frente a la mesa del living, Josephine comentó su separación de Alain, el joven tenista de veintisiete años con quién mantenía una relación íntima. Lo había sorprendido in fraganti en un amorío con una chiquilla, y eso le resultó una magnífica excusa para poner fin a una situación que comenzaba a cargarla de tedio.
-Recuerdo que siempre insistías en que te hacía muy dichosa. -Comentó Madelaine tratando de aclarar lo referido por su amiga.
-Comprende que se trataba de una respuesta parcial. Me refería exclusivamente a que era maravilloso a la hora de hacer el amor. Suave, violento, tierno, agresivo, según correspondiera... -dijo Josephine- de eso no cabe duda, ¿pero cuánto duran esos momentos? Una hora, dos, tres... después es necesario compartir otras cosas, lo que no es sólo una exigencia social, sino otra forma de alimentar la pasión... “sublimar”, según lo definen algunos. Pero detrás de sus maneras aparentemente refinadas, Alain era un bruto solemne e inculto. Resultaba imposible llevarlo a un espectáculo civilizado... a un teatro o al cine, comentar un libro, y ni hablemos de un concierto o de una función en L'Opera... aunque recuerdo, sí, hace poco, conseguí arrastrarlo a ver La Tosca cantada por Kiri Te Kanawa... ah, sólo evocarlo me hace sentir que regreso al Infierno. Verás, en el segundo acto, cuando Floria ataca con su “Vissi d’arte”, casi al culminar aria tan sublime, me preguntó en voz muy baja, afortunadamente, “¿Por qué grita esa mujer?” Si el espíritu de Puccini sobrevolaba el teatro, lo debe haber maldecido antes de huir aterrorizado... ¡Fue algo espantoso! Pero admito que a veces siento ganas de tenerlo en mi cama para acariciar su cuerpo musculoso y fuerte, en fin... todo debía acabar así, tarde o temprano. -Agregó con cierta nostalgia. -Lo nuestro era exclusivamente animal, porque entre nosotros había atracción física, posiblemente algo de simpatía, pero no amor, eso no. Y como ya habrás comprendido, no teníamos la menor afinidad. Esas situaciones terminan por hacerse insostenibles, aunque cegada por la pasión me haya negado a verlo en un principio.
-Aun así, ... ¿es definitivo? - Quiso saber Madelaine.
-Las dos pensamos lo mismo respecto a las predicciones, pero creo que lo es ... hasta que deje de serlo, quiero decir, si no puedo controlar mis emociones. ¿O debería decir mis deseos? -Josephine pareció tentada a reírse de sí misma. -¿Acaso te parezco demasiado voluble?... ¿No?
Madelaine siguió con simpatía las palabras y los gestos de su amiga. Después preguntó: -Pero... ¿Y ahora?
Josephine respondió con seguridad y alegría.
-Ahora tú estás aquí y todo recomienza. Además, tenemos nuestro proyectado viaje. ¡Cuánto me entusiasma!
-¿Y respecto a amores? -Insistió.
-Bien, yo podría preguntarte lo mismo, pero no lo hago.
-No es algo que me preocupe demasiado... por el momento. Las dos sabemos que el sexo es muy importante cuando a medida que pasan los días carecemos de alguien que nos llegue a la piel, entonces es como si se multiplicara el deseo, la soledad se acentúa y todo resulta mucho más difícil... Pero dejemos eso.
En medio de fechas, horarios, hoteles, e itinerarios pasaron animadamente lo que restaba de la tarde. A las ocho Madelaine sugirió beber whisky. La siempre dispuesta Lucille acercó la botella de Johnny Walker, los vasos y un balde con hielo. Dejaron que la doncella les sirviera generosamente pero al ver los vasos colmados se prometieron no recurrir a una segunda ración. Era el momento para proponer un brindis.
-A la salud de tu regreso y porque todo tome un curso favorable en tu vida y en la mía.
-Es una excelente propuesta. -Asintió Madelaine levantando su vaso, mientras su amiga se apoyaba en el respaldo del sillón.
-Estoy rendida por anticipado. - Comentó Josephine.
-Debe ser tu inagotable poder de autosugestión. -Agregó Madelaine. -Para recuperarte piensa que llevas horas cómodamente sentada sin hacer el menor esfuerzo físico...
-Creo que lo me hace falta es una buena comida. Sería capaz de devorar un león, aunque no sea la manera adecuada de expresarlo.
-Luego podemos salir a comer. ¿Qué te parece?
-De acuerdo. Eres muy oportuna. Es tu primera velada en París y será un placer invitarte. No es bueno que comencemos a recluirnos como dos ancianas, además, durante tu ausencia he estado en un lugar que creo no conoces. Te encantará, ya verás.
-¿En la taberna dónde sirven leones asados? - Preguntó Madelaine con humor, para luego agregar con tono conspirativo: - ¡y sin hombres!
-Sin leones asados... y sin hombres, -repitió Josephine como si buscara algún tipo de convencimiento -al menos por esta noche. ¿Por qué será que los hombres reaparecen constantemente cuando hablamos?
-Eso merecería una larga disquisición, pero por ahora tratemos de evitar la mención de esos indispensables fantasmas. ¿Qué te parece si ordeno que alisten el auto?
-Prefiero que tomemos un taxi, me hace sentir más independiente. -Respondió Josephine como si propusiera algo descabellado.
-Está bien, soy tu invitada y tú decides. - Dijo por último Madelaine.
Volvieron a brindar. Después, se prepararon para salir.

lunes, 30 de julio de 2007

Capítulo 8

8

Madelaine y Jean-Claude llegaron al hotel Carlton casi a las seis de la tarde. La amplia terraza daba sobre La Croisette (6) que parecía una larga cinta solitaria tenía todas las mesas vacías, geométricamente dispuestas, como si los visitantes del reciente verano todavía permanecieran en la ciudad preparados para llegar en cualquier momento.
-¿Quieres ir al bar o te atreves a sentarte aquí afuera? -Aquí estará bien. Pienso que será un bello atardecer...
-... no quisiera que pasaras frío.
-No te preocupes, además, tengo un sweater. El camarero se acercó, y Jean-Claude le encomendó una botella de Moet Brut. Después permanecieron callados, como si no hubiera nada interesante para decir o como si aquel fuera un encuentro casual, y estuvieran ocupados nada más que en hacer tiempo antes de ir por separado adonde realmente anhelaban estar. Mantuvieron esa actitud fría y ausente, hasta que Jean-Claude comenzó a hablar, pero su voz surgía de una palpable y compartida incomodidad.
-¿Qué piensas hacer en París?
-En primer lugar, respirar el aire y luego, mirar las nubes. Son tan especiales las nubes de París, particularmente en otoño, además, he llegado a extrañar la ciudad, y eso me sorprende. Me parece que no estoy allí desde hace siglos. Después, no habrán de faltarme ocupaciones, pero te confieso que todavía no tengo nada premeditado.
-Lo entiendo, no deberías sorprenderte. Siempre sostuve que en esencia eras una parisina perfecta.
-Tienes razón. Confieso que muchas veces he renegado de esa condición, acaso porque lo consideraba un sentimiento vulgar, creyendo tontamente que ciertas cosas corresponden exclusivamente a las clases bajas, pero pienso que ha sido otro de mis tantos errores. Tendré que considerar si no me está complaciendo coleccionarlos.
-No te justifiques. París es un sitio muy hermoso, y muy especial. Debo reconocerlo aunque no haya nacido allí. - Dijo él mientras el camarero llegaba con el champagne.
-De todas maneras a pesar de todo lo que te he dicho -agregó Madelaine- no sé si habré de quedarme mucho tiempo allí. Desde hace varios meses, mi amiga Josephine, ¿la recuerdas? viene insistiéndome para que volvamos a visitar España, más exactamente San Sebastián. Entonces, probablemente cuando Didier se reintegre al colegio, resuelva algo al respecto. Claro que primero tengo que saber si Josephine mantiene su disposición, ¡qué ingrata soy! ahora caigo en la cuenta...desde que llegamos a Mougin no la he llamado.
Jean-Claude que la venía escuchando con atención se permitió un comentario un tanto irónico, pero Madelaine no pareció advertirlo.
-Al menos me alegra saber que no piensas aburrirte.
-Eso nunca, sería el peor de los crímenes. Sólo la gente sin ideas se aburre. -Dijo ella. -De todas maneras, en lo que a España se refiere, tranquilízate, porque si de acuerdo con tu obsesión por las interpretaciones novelescas te sientes inclinado a considerarlo, no voy dispuesta a enamorarme de un torero, como se comentaba que hacían años atrás las extranjeras de fortuna. - Agregó bromeando.
-Eso me quita una enorme preocupación. ¿Te imaginas los títulos de los diarios y las revistas?: “La señora Madelaine Röine Etagne huye a Marruecos con famoso torero andaluz.” - Dijo él con jocosa seriedad, volviendo al juego que habitualmente animaba sus conversaciones.
Por un instante pareció que eran los mismos de siempre, divirtiéndose con las palabras y con las situaciones, pero aquello ocurría sólo en la superficie, porque profundamente ya no era así. Los dos lo sabían pero los dos lo disimulaban.
Jean-Claude sirvió llenó las copas mientras ella se abotonaba el sweater, al percibir que desde el mar comenzaba a soplar una brisa de aire más fresco.
(El día se había detenido como si casi al finalizar el crepúsculo, alguien con un inconmensurable poder hubiera decidido que la Historia terminaba en ese momento. Pero como tantas otras veces, era apenas una ilusión porque la Historia siempre se empeña en continuar.)
-Y mientras yo bebo manzanilla y bailo flamenco, ¿tú que harás? -Inquirió Madelaine siguiendo la broma, como si insistiera tercamente en volver al pasado.
-Antes que nada, regresar a la Champagne. Hace tiempo que no estoy allí, y aunque mis administradores han sido siempre eficaces, no está nada mal echar una ojeada de vez en cuando. Pero este es un pretexto banal, en realidad, tengo ganas de ir. ¿Acaso debía plantearse esta separación para que me diera cuenta?
-Creo que no, todos tenemos postergados muchos proyectos. No está mal sacarlos a la luz y hacer que se muevan.
Jean-Claude bebió lentamente y no dijo nada.
-Pienso que sería mejor volver, ¿no crees? ahora sí estoy sintiendo un poco de frío. -Comentó Madelaine dando la impresión de que se encogía hacia adentro, como si evidenciara la sensación que estaba experimentando.
-Sí, vamos. -Respondió él mientras llamaba al camarero para pedir la cuenta que pagaría de inmediato. Después pidió el auto. Cuando subieron al automóvil disfrutaron la sensación de su interior cálido y confortable. Luego, tomaron en silencio el breve camino que los llevaría a Mougin.


6 Avenida costanera de Cannes sobre la que están ubicados casi todos los principales hoteles de la ciudad.

domingo, 29 de julio de 2007

Capítulo 7

7

A pesar del intenso dolor, Romualdo estaba consciente cuando la ambulancia llegó al hospital.
-Es sólo una magulladura sin importancia. -Alcanzó a decir como si no quisiera molestar, mientras lo colocaban en la camilla de la sala de guardia. Pero ocupados en los preparativos para la curación nadie pareció escucharlo.
-Corte el pantalón aquí, de todas maneras ya está inservible. Después aplique el anestésico. -Indicó el médico a la enfermera señalando encima de la rodilla la pierna afectada.
El accidente había sido causado por el violento desprendimiento de una pieza de la máquina tejedora, que golpeó con fuerza precisamente allí. El impacto destrozó la tela, y buena parte de la pieza convertida en pequeñas esquirlas, se había incrustado en su carne. Utilizando con movimientos eficientes una pinza quirúrgica, el médico extrajo uno por uno aquellos fragmentos, desinfectó la zona, hizo un vendaje, determinó que se inyectara un antibiótico y un desinflamante, y que más tarde se le consiguiera un pantalón al paciente. Después comenzó su recomendación.
-En pocos días estará perfectamente. Ahora, a su casa, y guarde reposo hasta pasado mañana. Es fundamental que mueva la pierna lo menos posible.
La enfermera volvió trayendo un limpio y descolorido pantalón de jean que nadie preguntó cómo había conseguido, y con naturalidad ayudó a Romualdo para que lo vistiera. Tal vez porque la pobreza engendra timidez, él se sintió un poco cohibido, obligado a que la muchacha lo viera en ropa interior y a pesar del dolor, hizo todo lo posible para completar rápidamente la operación. Después, siempre con su apoyo bajó de la camilla. Recién en ese momento comprobó que tenía ante sí a una joven de poco más de veinte años, y le gustó verla tan bonita.
-Gracias doctor. -Dijo mientras salía. Ya afuera, tuvo un comentario para la enfermera, que sin razón aparente lo estaba acompañando. -Y a usted también tengo que agradecerle, además, siendo tan linda.
Ella rió ligeramente turbada.
-Parece que el accidente no le ha hecho perder la locuacidad.
Romualdo se sintió igual a José cuando se escuchó llamar “taimado”, pero aparentó que entendía perfectamente lo que la muchacha acababa de decirle.
-Así debe ser. -Respondió con fingida seguridad. Y en seguida tomando bríos, agregó. -Lo malo es no accidentarse todos los días, para verla a usted, digo.
-Para eso no hace falta accidentarse, basta con tener disposición. -Afirmó la muchacha con sorpresiva seguridad.
Ahora era él quién estaba turbado, porque nunca había tenido cerca a una mujer tan hermosa. Y jugó toda su decisión en una pregunta.
-¿A qué hora sale? Temiendo una respuesta esquiva, se arrepintió de su atrevimiento, pero la contestación disipó sus temores.
-Esta semana a las tres.
Romualdo se sintió seguro para correr un nuevo riesgo.
-¿Puedo venir a buscarla mañana?
-No, mañana no...
El muchacho pensó que se había ilusionado en vano. Pero otra vez ella iba a sorprenderlo.
-... porque mañana debe descansar y lo mismo tiene que hacer pasado, ya se lo dijo el médico. Pero puedo esperarlo la semana que viene, cuando ya esté completamente restablecido... esa semana salgo a las siete porque estoy cambiando permanentemente de horario. ¿Está bien? - Preguntó como si fuera necesario que diera explicaciones.
Alguna vez, Romualdo había oído decir que cuando pasa algo bueno se oyen trompetas celestiales. Hasta ese instante no las escuchaba, pero comenzarían a sonar en cualquier momento. Ese pensamiento lo animó, haciendo desaparecer el dolor de la pierna (“¿Pero es que alguna vez le había dolido la pierna o le iba a doler algo durante los próximos cien años si ella estaba cerca?”) y reunió la valentía necesaria para vencer su tremenda timidez habitual y preguntar tuteándola: -¿Cómo te llamás?
-María, me llamo María. -Dijo ella dulcemente.
-Bueno... Yo me llamo Romualdo.
-... ya lo sé, vi la ficha.
-Es un nombre horrible. -Dijo él como si llamarse así le diera vergüenza y tuviera necesidad de pedir perdón.
-A mí me parece lindísimo, además, tiene un timbre varonil, me gusta.
Eran frases convencionales pero a Romualdo jamás se le hubiese ocurrido reflexionar sobre los convencionalismos de saber qué eran. El quería volver a la conversación de poco antes. Lo consiguió sobre la salida del hospital.
-¿Te parece bien que venga a buscarte el lunes? Porque si te digo el martes, es como si hablara del siglo que viene... y no quiero esperar tanto.
A María el comentario le pareció muy hermoso, por eso respondió sin dudar: -De acuerdo. El lunes a las siete.
Se estrecharon la mano como dos amigos aunque a Romualdo, soñando despierto, le pareció que ya eran mucho más que eso. Poco más tarde, pidió que desde el hospital lo llevaran con La Vieja. Sabía que allí habría alguien esperándolo (“no como en la soledad de su casilla”). Nunca había sufrido un accidente, y en esa primera experiencia, no le resultaba nada reconfortante sentirse solo. Pensó que la anciana se asustaría, pero no tenía manera de ocultarlo. Después de un “¿Pero qué te pasó, muchacho?” Un breve relato fue suficiente para tranquilizarla. Cuando llegó José quiso que Romualdo le contara cada paso de lo sucedido, especialmente todo lo que tenía que ver con la curación. Pero también para él, el susto y la novedad pasaron pronto.
-¿Querés dormir acá esta noche? Por si precisás algo... - Preguntó La Vieja.
-No, y se lo agradezco. -Sintiéndose cerca de los que quería, Romualdo había recuperado el coraje para dejar de requerir compañía. -La verdad que cuando la máquina me golpeó, en lo primero que pensé fue en usted, y cuando pedí que me trajeran aquí... fue porque quería tenerla cerca, aunque fuera nada más que por un rato, para hacerme el mimoso, posiblemente... por eso vine...pero ya estoy bien... aunque, lo cierto, es que la necesitaba, ¿sabe?
La Vieja sintió que aquellas palabras se filtraban hacia su interior y se le acurrucaban en el corazón. Entonces sonrió satisfecha, porque encerraban un sentimiento afectuoso y pro-fundo, algo que cuando existe, siempre aparece en los momentos difíciles. Además, era una alegría saber que la consideraran necesaria, aunque más no fuera, “para estar ahí”. Animada por esos pensamientos, insistió, consiguiendo que Romualdo se quedara esa noche. Después de la cena el el muchacho sintió que el dolor recrudecía, Como si desde adentro de su carne una mano con dedos de acero pellizcara el lugar herido, pero no dijo nada. La Vieja, siempre atenta, descubrió su gesto.
-¿Querés una aspirina?
-¿Para qué? Casi no me duele. - Argumentó él buscando tranquilizarla.
-¿Y si no te duele, por qué tenés esa cara? Está bien, no lo reconozcas si no te parece, pero esta noche dormís acá. No quiero que te quedes solo y mucho menos perderte de vista. Cualquier cosa que precises me llamás sin dudarlo ni un minuto. Me entendiste, ¿no? - Recomendó con severidad mientras buscaba la parte posterior del cobertizo.
-Gracias Vieja.
Ella trató de terminar el recorrido que se había propuesto pero la voz de Romualdo la retuvo.
-Vieja...
-Si...
-¿Le puedo hacer una pregunta?
-Pero claro... ¿Cómo no vas a poder?.
-Es que no me gustaría que se ofenda...
-... ¿Ofenderme? ¿Y de qué me voy a ofender? Hace tiempo que no tengo secretos inconfesables, en verdad, creo que nunca los tuve, bueno - Dudó. -... tal vez alguno. Pero preguntá muchacho, preguntá. -Concluyó animando la curiosidad de Romualdo.
-Lo que pasa es que siempre quise hacerlo y nunca tuve valor para hablar del asunto, pensé... pensé que no me iba a interpretar, o que le iba a caer mal, pero se trata de... me gustaría saber su edad.
La Vieja no pudo contener una carcajada y se apoyó en la pared como si temiera caerse.
-Si fuera jovencita te contestaría preguntando ¿cuántos años me das? pero de tanto en tanto, suelo mirarme al espejo y no voy a correr el riesgo de que me des una respuesta sincera. La verdad es que aparento muchos más de los que tengo... que son cincuenta. Por lo menos es lo que revelan mis documentos... - dijo como si escupiera las palabras -mis documentos... -Repitió. -¿Y para qué sirven? Una vez, hace muchos, muchísimos años, leí en una revista que a una viejita en el norte de Brasil, la policía le pidió los documentos, entonces ella les dijo: “¿Para qué los quieren? ¿No ven acaso que mi cara y mi cuerpo son mis documentos?” ¿Te imaginás cómo estaría la pobre? Bueno, a mí me pasa algo parecido. Mis papeles dicen que tengo cincuenta años, pero yo me veo y me siento como si cargara cien. ¿Estás satisfecho? - Preguntó amagando volver a irse.
-No. -La detuvo Romualdo. -Porque yo no quisiera que fueran ni cincuenta ni cien, sino que se sintiera como una flor recién abierta. Es la única manera de la que puedo imaginármela. ¿Qué me importa lo que muestren su cuerpo o su cara... o lo que digan sus documentos?
A pesar de su esfuerzo, La Vieja no pudo contener las lágrimas. Se acercó al muchacho y lo abrazó apretadamente. Contagiado por la emoción él también se puso a llorar. Entre los sollozos, La Vieja le escuchó decir con voz casi ininteligible. -Y no me importa cómo sean su cuerpo y su cara. Su alma seguro que es como un capullo recién abierto. Permanecieron uno contra el otro. La anciana comenzó a darle suaves palmaditas en la espalda hasta que en pocos instantes, sintió que Romualdo se había quedado dormido. Entonces lo arropó como si fuera un niño en su cuna y lo besó en la frente. Después, segura de que esa vez no iba a ser interrumpida, comprobó que José también dormía. Luego tomó el camino del exiguo corredor que hacia la parte trasera del cobertizo.

sábado, 28 de julio de 2007

Capítulo 6

6

Esa noche después de la comida, Jean-Claude permaneció en el salón retenido por un libro que la casualidad le había ayudado a descubrir en la biblioteca. Era una situación llamativa porque no tenía ninguna inclinación hacia la lectura. Mientras tanto, en el tocador de su dormitorio, Madelaine se cepillaba pacientemente el pelo. De pronto el cepillo escapó de sus manos y cayó al piso. Se inclinó para recogerlo y al levantarse observó en el espejo que a causa del brusco movimiento se había abierto su bata dejando a uno de sus senos completamente al descubierto. Sintió cierta satisfacción al verlo allí, de dimensión mediana pero erguido como cuando tenía dieciocho... “¡dieciocho años!” rememoró. A esa edad había vivido su primera experiencia sexual, “tardía” para la mayoría de sus amigas de aquella época. El era un estudiante de medicina llamado Bertrand Dulmage, que combinaba su vocación hacia esa disciplina con una increíble inclinación a escribir poesías de alto voltaje cargadas de sensualidad y erotismo. Después del tiempo transcurrido nunca había podido definir si la seducción había sido provocada por la lectura de aquellas odas encendidas, o por el minucioso relato que le había hecho una tarde sobre la teoría que explicaba la circulación de la sangre. ¡Bertrand era capaz de de todo! (Pensó con buen humor sin considerar que para su buena disposición de entonces, lo mismo hubiera dado una cosa que la otra.) Lo cierto fue que el amorío lleno de pasión se interrumpió bruscamente cuando él debió volver a su pueblo de provincia, llamado por uno de esos problemas de familia que suelen presentarse en los momentos menos oportunos. Ella se prometió esperarlo, pero entonces conoció a Henri (“¡Ah, el apuesto Henri!”) y finalmente terminó olvidándolo... por lo menos hasta muchos años después, cuando casualmente lo redescubrió ejerciendo con éxito en Dijon su profesión de médico. Madelaine consideró que aquella era una excelente ocasión para revivir experiencias pero Bertrand estaba demasiado ocupado con la medicina, y la trató con la misma indiferencia que hubiera empleado de encontrarse con una antigua compañera de escuela. Su comentario más remarcable y no demasiado cortés, fue: “te encuentro muy cambiada”. Aquella apreciación tan obvia y carente de cortesía le sonó insultante y la hizo congratularse por haber cedido por entonces a los deseos de Henri sin esperar a su primer amante. “Naturalmente -consideró- no lo merecía”.
Sus evocaciones no la habían apartado de la contemplación de su seno, y hasta sintió deseos de acariciarlo. Por fin lo hizo recorriéndolo largamente, como si se tratara de su bien más preciado. Entonces tuvo una mezcla de extrañas sensaciones: en primer lugar se presentó de nuevo el placentero recuerdo de lo ocurrido la noche anterior, durante la que había sido capaz de volver a satisfacer plenamente a un hombre menor que ella (circunstancia que le hacía experimentar un particular brío) y a conseguir sus propios orgasmos con la presteza propia de una ardiente jovencita. Nada de eso sucedía por primera vez pero en pocas ocasiones similares había sentido en la piel una comprobación tan positiva y terminante. Sin cubrir su seno, reinició el cepillado, ahora con alguna brusquedad, mientras sentía que un calor familiar y creciente comenzaba a llenarle el pecho. “Me estoy excitando como una prostituta”, pensó. “Y después de todo... ¿qué tendría eso de malo? Cuando necesito un hombre no debo pretender mostrar la falsa imagen de una anciana duquesa beata, ni siquiera ante mí misma”, se repitió completando su pensamiento. En ese momento entró en la habitación Jean-Claude trayendo el libro que le había mantenido ocupado. Madelaine se cubrió apresuradamente pero no pudo evitar que él se le acercara intrigado, intuyendo que acababa de pasar algo fuera de lo común.
-¿Estás bien? Fue su pregunta obligada.
-Sí, perfectamente -respondió ella- sólo cuidaba mi pelo mientras recordaba algunas experiencias de mi juventud. Parece que es imposible sosegarse y darle descanso a la mente.
-¿Y eran evocaciones agradables? - Fue la nueva pregunta, también inevitable.
-Te enardecería conocerlas. Hasta puedo contártelas si quieres, te prodigarían sensaciones muy estimulantes. -Comentó ella con el mismo aire que utilizaría para tramar algún plan excitante.
-¿Acaso más interesantes que este libro? - Inquirió Jean-Claude sin demasiada curiosidad, señalando el volumen que retenía contra sí, como si no le hubiera merecido atención o no hubiera percibido la velada propuesta.
Ella se sintió molesta, casi ofendida, y también incómoda, como si Jean-Claude la hubiera dejado fuera de lugar.
-La comparación me hace poco favor.
-Discúlpame. Ha sido un día intenso y largo, además la lectura, a pesar de haberme resultado extremadamente interesante, ha terminado por agotarme. Suele ocurrirme a menudo.
-Nunca lo había notado, pero si, eso debe ser. -Dijo Madelaine mientras se levantaba de la banqueta tratando de ocultar su disgusto, y se quitaba la bata para dirigirse a la cama. El la vio pasar frente a sí presumiendo que por alguna razón que no llegaba a discernir las cosas no estaban bien. (“¿Sería por su culpa?”) Por eso mismo, para superar la situación, tal vez torpemente, sólo atinó a formular una pregunta.
-¿En paz Madelaine?
-En paz Jean-Claude, que descanses.
Ya en el lecho, Madelaine se cubrió por completo con las mantas acolchadas. Comenzaba a sentir un poco de frío.


Despertar del día siguiente no resultó tan placentero como la mañana anterior. Se veía frustrada, incomprendida y despreciada. Por primera vez, encontrar a Jean-Claude en su cama (todavía durmiendo a su lado, ya que aun no se había levantado) le producía cierto desencanto, como si de pronto y sin que nadie lo hubiera propuesto estuviera convirtiéndose en un desconocido. “Nadie duerme con desconocidos, y menos, con desconocidos tan conocidos”, se dijo irritada, aunque afortunadamente la frase le sonó tan ingeniosa que comenzó a devolverle la calma. Entonces consideró con satisfacción que esa permanente capacidad de recuperación era una de las cualidades más remarcables de su carácter. De todas maneras, sólo pensar en darle a Jean-Claude los buenos días le producía una sensación desagradable. Por eso se levantó procurando no hacer ruido para ir al cuarto de baño. Allí cerró la puerta y dejó que comenzara a correr el agua de la ducha. Después se quitó la bata y el camisón y quedó desnuda frente al enorme espejo. Ya no era sólo uno de sus senos lo que le mostraba el cristal. Allí estaba toda ella expuesta sin el menor disimulo. Se detuvo en ese espectáculo personal para observarlo detenidamente, dispuesta a hacerlo con el espíritu más crítico, como si se tratara del cuerpo de otra mujer.) Comenzó por recorrer los delicados pies de uñas esmaltadas en rojo laca, sus piernas largas y bien torneadas, el pubis apenas cubierto por un minúsculo pompón severamente depilado por una mano profesional (ella sostenía que los bordes de su vulva debían estar totalmente desprovistos de vello para permitir un placer mucho más intenso cuando era acariciada en los momentos del amor. Entonces recordó al fiel y elegante Edouard, un depilador que disponía de toda su confianza para atenderla meticulosamente en esos menesteres y muy ocasionalmente en otros más íntimos.) Luego se colocó casi de perfil y observó su cintura pequeña, las caderas armoniosas, las nalgas muy firmes un tanto salientes y el vientre plano. Volvió a colocarse de frente y allí contempló sus senos que mostraban la misma frescura que les había redescubierto mientras se cepillaba el pelo. Tampoco dejó de contemplar su cara que por algún gracioso e inexplicable misterio conservaba su tersura sin haber atravesado nunca lo que calificaba como “los desagradables avatares de una cirugía”. Después del severo análisis realizado, concluyó en que encontraba espléndido a su cuerpo. Por supuesto que casi desde siempre, había recibido los beneficios de un cuidado minucioso: largas clases de gimnasia y masajes constantes. A esto se agregaba que no bebía en exceso, era frugal en las comidas, dormía las horas necesarias, “a veces más de las necesarias”, consideró, y prácticamente no fumaba. Según los médicos, aquellas eran cosas fundamentales. Pero no podía ser solamente por eso, ya que miles de mujeres hacían lo mismo y hasta se sometían a sacrificios indescriptibles sin el menor éxito. Esto último le hizo sonreír, al pensar en considerar una probable causa genética. “Pero... ¿por qué no?” Esa debía ser la razón, algo que hacía suponer la existencia de alguna cosa maravillosa y desconocida que había tenido una influencia determinante, algo así como un misterio encerrado en cada una de sus células. En suma, su resumen consistió en determinar que lucía un agradable encanto estético que se proyectaba a su atracción sexual. Luego lo comentaría con Jean-Claude... ¿con Jean-Claude? ¡En qué la había transformado el hábito de la convivencia! ¿Es que todo tenía que pasar por él? ¡Al diablo con Jean-Claude! ¿Para qué presentarle precisamente el tema de su cuerpo cuando horas atrás lo había despreciado sin el menor reparo? Habría cientos de hombres más interesantes para hablar de esas cosas. Sólo tenía que hallarlos, lo cual tampoco representaría un gran esfuerzo. Estarían en alguna parte del mundo, si no esperándola, al menos bien dispuestos para dedicarle a sus formas mucho más que comentarios circunstanciales o ironías estúpidas disfrazadas de sentido del humor. Además, no la abrumarían preguntándole constantemente “¿adónde quieres comer esta noche? Ese mucho más era lo que ella necesitaba.
Ya bajo la ducha, mientras comenzaba a frotarse enérgicamente con su jabón Lancôme manteniendo un creciente encono hacia su compañero, tomó una decisión que le hizo comenzar a sentirse de nuevo radiante: regresaría a París. El otoño acababa de llegar, pero no estaba dispuesta a aceptar que lo hacía para ella. Iba a dejarlo en Mougin hasta que pensara en la conveniencia de volver a encontrarlo. Lucille fue la primera en conocer lo resuelto y recibió la noticia tratando de ocultar su alegría. Regresar a París significaba volver a estar cerca de la casa paterna y también de Antoine, su novio. Además, allí el trabajo se simplificaba, ya que las tareas en el piso de la Avenida George Vº resultaban agradablemente livianas, debido a que allí la servidumbre era más numerosa que la reducida dotación de Mougin, integrada sólo por ella, una cocinera, y el casero que también cuidaba el parque. En seguida Madelaine se lo comunicó al pequeño Didier, para quien volver a París significaba acercarse un poco más al colegio. A pesar de que se sabía un buen estudiante esa proximidad no le causaba ningún placer. Pero no formuló queja alguna porque intuitivamente presentía que a su madre ese regreso le proporcionaba satisfacción, y aunque no podía determinarlo con precisión, tal sentimiento surgía de la forma entusiasta con que le había hablado de su decisión. Hasta parecía que había rejuvenecido.
El almuerzo se desarrolló entre comentarios tan triviales como comparar la calidad entre el jamón francés y el de Parma, o determinar el rendimiento de los viñedos en diferentes regiones, tema este último propicio para los conocimientos de Jean-Claude. Después de beber el café en el salón la pareja salió a dar un paseo por el parque. Pasaron largo rato caminando en silencio sobre el sendero de grava, hasta que Madelaine habló con tono seco y cortante.
-Mañana regreso a París.
-¿Regresas? -preguntó Jean-Claude- ¿Es que te vas sola? ¿Acaso no has pensado en mí?
-Pareces estar muy a gusto aquí y no pienso obligarte a que vuelvas. Como siempre la casa permanecerá abierta y puedes quedarte en ella todo el tiempo que quieras.
-No será lo mismo si tú no estás. Por otra parte, ¿qué sentido tendría? Me sentiría como un viejo retirado esperando en un sillón hamaca el día de su entierro. Madelaine lo imaginó en la circunstancia descripta y no pudo menos que reír. El pareció turbado.
-¿Es que he dicho algo gracioso?
-No, -respondió ella. - Pero la imagen que me diste sonó divertida aunque no te lo hayas propuesto, acaso, por ser tan improbable como absurda. Creo que faltan siglos para que te retires, suponiendo que lo hagas algún día, además, no te gustan los sillones hamaca.
-No, no me gustan, pero de todas maneras... -pretendió argumentar él, pero Madelaine lo interrumpió.
-... Jean-Claude, dejemos los rodeos para otra ocasión, ambos sabemos que separarnos es lo más conveniente. ¿No te parece?
-Está bien, ya que lo tienes tan dispuesto. -Aceptó Jean-Claude. - Pero hasta ayer parecíamos ser felices... -Se lamentó. Entonces Madelaine continuó.
-Lo malo es que nos conformábamos con parecerlo, pero no quiero hablar de eso ni convertir la conversación en un intercambio de reproches. Hemos sido excelentes amigos, hemos compartido muchas buenas cosas durante más de un año, también, a nuestro modo, nos hemos querido, es más, pienso que todavía nos queremos, pero he comprobado que todo ha cambiado. Ayer por la noche descubrí lo deficiente que es mi relación con Didier, y las dos cosas están estrechamente vinculadas. En lo que a ti respecta, tal vez me he puesto demasiado exigente. Pero ahora creo, y en esto quisiera ser comprendida, que mis relaciones sentimentales deben desarrollarse fuera de la casa, porque es un error compartirlas con un hombre, obligándolo, me parece la palabra apropiada, a sentir afecto por un hijo ajeno.
El trató de ensayar una justificación, pero ella se lo impidió con un gesto y continuó.
-Admito que cuando decidí adoptar a Didier no te conocía, y ahora, no puedo pretender que le quieras sólo porque a mí me parece que corresponde. No te hago ningún cargo por eso, ya que lo mismo ocurriría cualquier hombre que se me cruzara en el futuro. Por eso creo que si Didier y yo viviéramos solos lograría dedicarle más tiempo, lo necesita, como yo a pesar de mi edad, tengo que confesarlo, necesito todavía de la sorpresa de la pasión, dirás que es ridículo, pero está en mi naturaleza y no puedo ni quiero evitarlo. Es paradójico, pero tú sin proponértelo me has ayudado a develar algo que permanece latente en mí... tardíamente, puede ser, pero esto último es en todo caso culpa mía. El sexo es algo que todavía me resulta muy importante, no voy a ocultarlo o disimularlo. Y al paso que vamos, terminaría siéndote infiel, y eso tampoco me parece justo.
-Antes de seguir me gustaría saber por qué consideras que el sexo no me importa. - Dijo él.
-Porque me parece entender que lo vivimos de manera muy diferente. En tu caso, y por favor no te molestes, parece ser otro ingrediente de tu vida social. En cambio para mí, es casi el centro de todas las cosas.
-Siempre creí que éramos muy parecidos y que el placer es uno solo. -Adujo Jean-Claude, pero ella intuyó que era como si buscara simplemente defender un punto de vista.
-No querido, no es así. El placer tiene mil caras y todas son distintas: muestran diferente edad, hacen diferentes gestos, reaccionan de mil maneras inesperadas. No lo advertimos, pero hasta sonríen de una forma cambiante cada día. Mírame a mí, naturalmente prefiero relacionarme con personas de mi posición, pero si ello no fuera posible, no me importaría acostarme con un colchonero, claro está, si nos atrajéramos. Sé que muchos calificarían como inmoral lo que te estoy diciendo, pero la moral, y no quiero ser cínica ni despectiva, se la dejo a los pobres. En su gran mayoría son ellos los que no pueden vivir sin tenerla a la vista como si se tratara de una imagen sagrada que debe venerarse diariamente. Y lo siento, no tanto por esto, sino mucho más porque son pobres, y esa debe ser una condición intolerable. Ya ves que no soy una desalmada, pero volviendo al núcleo del asunto, debo pensar en Didier, pero principalmente, también debo pensar en mí. Soy una mujer sana, me siento maravillosamente bien y los médicos parecen haberme extendido un pasaporte de vida eterna, pero a los cincuenta años, me duele decir que pronto serán cincuenta y uno, ya no depende de lo que opinen los médicos, todo eso no es nada más que una ficción, y créeme, no pretendo dramatizar, aunque...
-... sólo falta que redactes tu testamento... -comentó Jean-Claude.
-...ya lo he hecho hace mucho tiempo, descuida. Pero por favor, déjame continuar. Verás... me doy cuenta que a veces puedo parecer irreflexiva y hasta vehemente, pero soy una mujer sensata. Se lo debo a Didier desde el día en que tomé la responsabilidad de su crianza. Entonces no me daba cuenta totalmente de la magnitud de la obligación que asumía, pero ahora lo sé... tardíamente, ¡en buena hora! además, y esto también es importante, porque no quiero parecer, ni me siento, una tonta madre sacrificada, me lo debo a mí misma. Ya ves que acaso sea también un poquitín egoísta.
-No creo que seas egoísta ni pretendo halagar tu vanidad, más todavía, pienso que todo lo que acabas de decir es absolutamente razonable, por eso lo comprendo. Salvo que, lamento que nos separemos y sigo sin descubrir, eso si, cuál es la verdadera causa, más allá de tus explicaciones.- Comentó Jean-Claude con sincera aflicción.
Ella tomó su mano y lo miró con afecto. La actitud comprensiva que él acababa de asumir, y la tristeza con que se había expresado, esfumaban su encono.
-Podemos seguir viéndonos. Tenemos una relación cordial y no puedo ni quiero olvidar eso. Por otra parte, eres un hombre noble y te considero sumamente atractivo.
El sonrió, pero estaba apesadumbrado. Muy posiblemente para ocultarlo, quiso recurrir a una humorada. -¿Aunque no sea un colchonero, o fantaseando con que lo soy?
Ella pareció no querer entender el sentido de sus palabras, o si lo entendió, prefirió evitar que la conversación escapara del tono que se había propuesto.
-Jean-Claude, discúlpame, pero no quiero mantener un compromiso que comienza a tener serios altibajos, y que me aparta de otras vivencias... ¡las necesito... he llegado a comprobarlo! Tampoco quiero que tú lo mantengas, porque no debo privarte de experiencias más novedosas. ¿Soy bastante clara? Por favor, quiero conocer tu opinión. Me molestaría creyeras que me complace hablar sobre todo esto como si estuviera dictaminando, sin prestar la menor atención a tus propios puntos de vista. -Argumentó como si rogara.
-¿Y cuándo te vas? -Contestó él evitando una respuesta, porque sabía que los sentimientos no se reconstruyen como los edificios.
-Mañana. Después de las cuatro debo pasar a retirar los billetes que encargué esta mañana por teléfono.
La miró extrañado, como si hubiera escuchado algo despojado de todo sentido.
-¿Estarás pensando por qué no viajo en avión? Se anticipó ella que había percibido nítidamente el gesto del hombre.
-Es cierto. -Confirmó Jean-Claude. -Sería mucho más rápido y bastante menos cansador. Pero no... debes tener razones tan buenas como definitivamente diversas. ¿Verdad?
-Así es, las tengo, y te diré porque en este caso prefiero el tren: siento muchas ganas de reconocer el paisaje que ya he visto cientos de veces. Sí, ya sé, soy como esos niños que miran siempre el mismo libro de cuentos y vuelven a ver sus mismos dibujos una y otra vez sin jamás aburrirse.
Jean-Claude asintió con un gesto comprensivo que Madelaine agradeció con una sonrisa. Parecía que a ambos les quedaba muy poco, o casi nada por decir.
Puedo llevarte en el auto a buscar los billetes. - Sugirió Jean-Claude. Sería muy placentero. ¿Quieres?
-Me darás un gusto.
-Después aprovecharemos para beber una copa de champagne en el Carlton.
-Me suena bien, brindar por la despedida, como solían hacer en las viejas películas.
-O por los nuevos reencuentros, -argumentó con tono melancólico Jean-Claude- es cuestión de opinión.
-Sí, claro... -se apresuró a decir Madelaine dubitativamente- ... cuestión de opinión.
-... así es: como todas las cosas... -repitió en voz baja Jean-Claude, antes que se alejaran por el sendero que conducía de regreso a la casa.

viernes, 27 de julio de 2007

Capítulo 5

5

Ramón, compañero de trabajo de Romualdo, llegó a la casilla poco después de su partida con José. La Vieja lo estimaba mucho.
-¡Ramón... Buen día! ¿Qué andás haciendo por acá?
-Buen día Vieja... y nada, aprovechando el feriado a pesar del mal tiempo.
-Hacés bien, -aprobó la anciana, -cuando se trabaja duro, también hay que tomarse el descanso como una obligación. En cuanto al tiempo no es ninguna novedad que hay que esforzarse para ponerle buena cara.
-Por eso lo vine a buscar a Romualdo para ver si a la tarde quiere ir conmigo a la cancha. ¿No apareció todavía?... ¡No me diga que está durmiendo!
-¡Qué durmiendo! Ya vino y ya lo mandé a comprarme unas cosas... hace un ratito nomás se fue con José, pero no van a tardar mucho...a esos haraganes hay que tenerlos siempre al trote. - Bromeó.
-Si no la molesta, lo espero un poco y de paso le hago compañía. - Dijo el visitante medio afirmando, medio preguntando.
-Pero sí muchacho, pasá y acomodate... si no te lastima los ojos el desorden de este tugurio. Mirá que le estoy encima todo el día y no parece tener remedio, siempre es un cambalache. -Comentó La Vieja, mientras cariñosamente tomaba a Ramón del brazo para conducirlo al interior del cobertizo. El se dejó llevar, y una vez adentro se sentaron en las mismas sillas arruinadas de siempre.
-¿Y a usted cómo le andan las cosas, Vieja?
-Más o menos como la mona, igual que a todos los de por acá. No iba a ser la excepción. Es que a Dios todavía no se le ocurrió señalarme con su dedo benefactor. No se habrá dado cuenta...
-... la verdad que lo siento, usted se sacrifica mucho, no crea que no lo sé, y tendría derecho a mejor suerte, aunque fuera nada más que un poquito.
Ella no se hizo esperar.
-¿Suerte?... ¿Qué es eso? Mirá, me parece que estás hablando de un artículo de lujo, te juro que no lo he visto nunca, ni siquiera conozco a nadie que lo use. Pero mejor, contame de vos. ¿Tuviste noticias de tu familia? -Se interesó la anciana.
-Si, recibí una carta el otro día. Están bien, especialmente mami. Después de la recaída se recuperó por completo. Todo lo demás, sigue igual... el mismo pueblo chato y pobre de siempre.
-Bueno, - corrigió La Vieja -nosotros estamos a pocas cuadras de eso que llaman “la gran ciudad”, o si querés, lo que queda de ella... ¿y ? Es lo mismo que si estuviéramos en tu pueblo “chato y pobre”.
A Ramón la comparación le pareció acertada. Por eso, miró hacia afuera, como si esa mirada pudiera conducirlo de regreso al lugar adonde había nacido, como sucedía en una película vista tiempo atrás. En ella la gente conseguía viajar con sólo imaginarse el punto de destino. Fue cuando se le escapó una queja que llevaba repetida muchas veces.
-¿¡Por qué habré venido...!?
La Vieja no dejó pasar la oportunidad de aclararle las cosas. Temía que empezara a darle vueltas al asunto y terminara atormentándose.
-Por lo mismo que vienen todos. Han crecido entre el polvo y la pobreza y miran las cosas desde muy lejos. Ese polvo y esa pobreza les nubla los ojos, y entonces ven todo a medias, o peor, lo ven de una manera irreal. Desde allá, esto es un espejismo. Se imaginan los grandes edificios, las grandes tiendas, los autos lujosos, las mujeres elegantes, y creen que todo eso está esperándoles. Pero aquí no los espera nada ni nadie, ni saben que existen... ¡ni les importa! Están demasiado contentos con lo suyo, eso si les va bien, y si las cosas les andan mal se pasan el día rumiando sus desgracias.
La Vieja se incorporó para acercarse a Ramón, y tiernamente, le puso la mano en el hombro para después decirle: -Te estoy hablando de algo feo, ¿verdad? Tampoco es cuestión de convertir tu visita en una retahíla de tristezas. Disculpame, pero no me digas que no pensaste alguna vez en lo que te dije...
-...por supuesto que lo pensé, - contestó Ramón de inmediato -sólo que nunca lo había visto tan claro, como ahora que usted me lo está mostrando.
La Vieja volvió a sentarse, entonces, él le hizo una pregunta.
-Lo que quisiera que me dijera, es... ¿cómo hizo para saberlo con tanta exactitud?
-Porque a mí me pasó lo mismo. Lo demás es una historia triste, como siempre ocurre cuando un hombre y una mujer se quieren... y se desencuentran porque no tienen otro remedio. - Respondió La Vieja entrecerrando los ojos, como si de esa manera le fuera más fácil mirar entre la oscuridad de su pasado. -¿O te pensás - Siguió. -que siempre fui una anciana medio deformada? Algún día te voy a mostrar una fotografía de aquellos tiempos. Te vas a llevar una sorpresa.
-¿Y por qué no me la muestra ahora? -Preguntó Ramón, avispado.
-No, ahora no, vaya a saber por dónde anda. La tenía metida entre unos papeles, y tal vez, fui capaz de tirarla sin darme cuenta. Sabés que la gente grande... bah, vieja, es muy descuidada...
-¿Quiere que le diga una cosa? -Insistió él.
-Decime nomás, que de entrometido ya te tengo conceptuado, así que... -Comentó la anciana recuperando su habitual tono socarrón.
-... estoy seguro de que sabe perfectamente adonde la tiene guardada.
-Está bien, me descubriste. -Aceptó la anciana con buen ánimo. Después se levantó para dirigirse a la parte trasera del cobertizo. Volvió trayendo en las manos un manojo de papeles del que extrajo una fotografía pequeña y ajada. Con movimientos lentos se la tendió a Ramón. -¿Estás contento ahora? -Preguntó mientras el muchacho la tomaba. Ramón no respondió nada y se quedó mirando la foto. Recién después de observarla largamente, se permitió hablar.
-¡Qué muchacha tan hermosa!... ¿Es usted?
-¿Y quién iba a ser?... Claro que soy yo... cuando tenía diecisiete años. - Aseguró mirando su propia imagen adolescente por encima del hombro de Ramón.
-Me hubiera gustado conocerla por entonces. Hasta me hubiera animado a proponerle casamiento... sí... eso es lo que hubiera hecho. - Anheló el muchacho.
-No te hubieras perdido gran cosa, y además, seguramente te habría contestado que “no”... porque, yo era muy difícil para los “sí”, ¿sabés? Como si con eso quisiera evitar que alguien se adueñara de mí. Pero ahora me arrepiento, porque mi vida habría sido muy diferente, si hubiera sido más dispuesta, más decidida. - Dijo ella recuperando la fotografía, y colocándola de nuevo entre los papeles para devolver el envoltorio a su escondite secreto.
-Algo debe habérselo impedido... de lo contrario... porque pienso que usted nunca fue una negada. - Ella se rió.
-Los años me hicieron un poquito inteligente, entonces... decías que algo debe habérmelo impedido, y sí... Me lo impidió la moral, ¡mirá si no era una boba! ... como para no aceptar compartir la vida, o mejor dicho, la mitad de la vida de un hombre rico y casado.
A Ramón le quedaba una última duda.
-¿Está arrepentida?
Ella habló con firmeza.
-No muchacho, no. ¿De qué me valdría? Además, si hubiera dicho “sí”, jamás habría conocido a José... ¿qué hubiera pasado con él entonces? En fin, eso me compensa de todo, y al fin de cuentas... ¡qué joder! las cosas salieron así. ¡Qué querés que le haga! Aunque quisiera, ya es muy tarde para dar vuelta la tortilla... y mirar para atrás, ¿de qué sirve? Sólo para saber si tenés caspa.


Cuando regresaban, Romualdo y José se encontraron con un grupo de chicos en el descampado empeñados en remontar cometas que se convertían en láminas plomizas debajo de la bóveda decidida a mantenerse gris. Parecía la imagen desvaída de un cuadro tristísimo. Se detuvieron para disfrutar de la parte buena del espectáculo, tratando de adivinar cuál de aquellos objetos alcanzaría más rápido las alturas o cuál se mantendría más tiempo en la posición ganada arrimándose a las orillas del cielo. Por fin José decidió hacer una pregunta.
-Decime Romualdo, ¿vos crees que los barriletes se sienten libres?
-Creo que sí, al menos andan volando todo el tiempo, como si fueran pájaros. - Respondió el muchacho satisfecho, pensando que a los chicos les gustan las fantasías. -Menos por la noche cuando duermen, porque tienen que descansar como todo el mundo.
-Sí, es cierto, pero mientras vuelan los tienen agarrados desde abajo con un piolín. Eso a los pájaros no les pasa, - Advirtió con agudeza José. -igual, a mí me gustaría tener un barrilete. Nunca tuve uno.
-Porque no te lo habrás propuesto. -Contestó Romualdo, satisfecho de haber superado las reflexiones de José. -Yo era poco más grande que vos y ya me los fabricaba. Es muy fácil... apenas hace falta papel liviano, unas maderitas, pegamento y un poco de hilo.
-Aún con todo eso, yo no podría hacerlo. -Replicó el chico.
-Está bien José, pero te repito, es porque primero hay que aprender. -Lo justificó Romualdo- Para el próximo domingo voy a conseguir todas esas cosas y te voy a enseñar a construir uno... como me enseñaron a mí.
-¿De verdad?
-De verdad. ¿O es que alguna vez te he mentido?
-Nunca, bueno, que yo sepa. -Respondió José con picardía.
El hombre rió.
-Mirá que sos ladino.
-¿Y eso qué quiere decir? -Inquirió José temiendo haber recibido un insulto terrible, mientras Romualdo no dejaba de reír.
-Quiere decir que sos un taimado.
José seguía sumergido en su ignorancia.
-Tampoco te entiendo, pero debe ser algo peor.
Romualdo pensó que era mejor dejar las carcajadas para un momento más oportuno.
-Decime, ¿no te lo enseñaron en el colegio?
-No, - Replicó José con timidez. -todavía no llegamos a los latinos y a los caimanes.
-Ladino y taimado. ¿Qué escuchaste? Va a ser mejor que en lugar de enseñarte a construir barriletes te regale un diccionario.
-¿Y por qué no me me lo decís vos ya que lo sabés todo. - Argumentó José con muchas ganas de ponerse a llorar.
Romualdo se sintió confundido. No le gustaba haber molestado al chico.
-Te voy a ser muy sincero, y cuidado, porque eso de anunciar algo muy sincero, es lo que la gente siempre antepone cuando va a contarte una gran mentira, recordalo en el futuro para que no te agarren descuidado. Pero bueno, lo que te quiero decir es que... yo tampoco conozco exactamente el significado de esas palabras. Sólo diría... por aproximación, de venir escuchándolas a las personas grandes desde que era un pibe como vos. Pero descuidá, no son un insulto, mas bien una especie de calificativo, como si te dijera pícaro. Nada más que eso.
José pareció tranquilizarse y volvió a lo que le interesaba.
-Entonces me vas a enseñar a construir barriletes, y el diccionario... lo vas a dejar para más adelante.
-Está bien José, pero acabás de demostrarme que tengo razón, que sos ladino y taimado. Y ahora mejor seguimos para la casa. ¡La Vieja es capaz de matarnos si llegamos tarde!
-Pobre Vieja... -comentó el chico con un dejo de melancolía que sorprendió a Romualdo.
-¿Por qué lo decís?
-No sé. Se me acaba de ocurrir... nunca lo había pensado.
-Es muy buena. - Afirmó el muchacho tratando de completar la idea creada por las palabras de José, igual que si fueran un pensamiento bien intencionado flotando en el aire y él quisiera rescatarlo de la intemperie del olvido, allí donde casi siempre quedan sumergidos la buena voluntad, la comprensión y el amor de tanta gente.
-Sí, es muy buena, -reafirmó José- de eso me doy cuenta, y también de que me quiere y me cuida... como te quiere a vos. Pero yo... ¡ojalá pueda pagárselo algún día!
-¿Nueve años y ya estás pensando así? Está bien, habla a tu favor, pero... ya se lo estás pagando José, aunque no te des cuenta. Por ahora... tranquilo. Sos muy chico para preocuparte por eso.
José pareció querer decir algo pero no lo hizo. Romualdo lo tomó de la mano y se lanzaron a completar el camino de regreso. En cambio, los barriletes se quedaron clavados en el cielo. Ese era su destino, y además, no tenían otro lugar adonde ir.


Al atardecer, el sol trató de aparecer sobre las miserables casillas pero después de un intento fugaz se declaró vencido, y volvió a ocultarse detrás de las nubes inamistosas que seguían estacionadas pesadamente en el cielo. Su tonalidad intensa parecía invadirlo todo, haciendo que el fresco otoñal tuviera la presencia del invierno más crudo. La Vieja había avivado el brasero y José se había entregado a los autitos que nuevamente competían sobre la mesa. En una silla, Romualdo haraganeaba releyendo el número atrasado de una revista deportiva, (naturalmente, había desechado la propuesta de Ramón para ir a ver un partido de fútbol, prefiriendo quedarse con José y con La Vieja.) La mujer ponía hilos reparadores tratando de salvar de la muerte a una descolorida camisa. Cada uno estaba en lo suyo hasta que la anciana rompió el tácito acuerdo de silencio para ofrecerle al chico una taza de leche caliente.
-Gracias mama, tal vez la tome más tarde, pero ahora no tengo ganas. ¿Le podemos dar un poco a Serafín?
-Está bien, pero no sé ni por dónde anda ese gato atorrante, de seguro, durmiendo la juerga de ayer. La noche de los sábados es especial para estos gatos trasnochadores. -Terminó diciendo como si hablara consigo misma.
Romualdo levantó los ojos de la revista que parecía tenerlo atrapado.
-Yo lo vi cuando volvimos, durmiendo sobre las chapas del techo. José se levantó como un resorte y se fue afuera, desde donde comenzó a llamar con insistencia.
-¡Serafín!... Serafín!
-Llamá nomás que si está descansando, el desgraciado va a hacer como que no te escucha. Así son de taimados esos animales.
Al escuchar por segunda vez en ese día aquella palabra, José se sintió inclinado a pensar: ”Los gatos son como yo”. La reflexión lo impulsó a duplicar su insistencia.
-¡Serafín!... ¡Serafín!
Atravesando un espacio roto del alambrado lateral, el gato emergió como si apareciera mágicamente de ninguna parte. Era un ejemplar atigrado de color gris, tamaño regular y todavía joven. José comenzó a acariciarlo, cosa que Serafín recibió con satisfacción. Cuando dejó de hacerlo, el gato fijó sus ojos en él, con esa esperanza que los de su especie suelen mostrar cuando miran a un ser humano. Como si hubiera descifrado aquel código de comunicación, el chico se apresuró para ir a buscar la leche anunciada. Regresó al instante con un pequeño plato colmado y lo colocó en el suelo. El gato se hizo tiempo para restregarse un momento entre sus piernas mientras comenzaba a ronronear, antes de acudir presuroso a sorber el alimento. La Vieja salió y contempló el cuadro compuesto por José arrodillado junto al gato bebiendo.
-Gato del demonio, se toma nuestra leche pero nunca está dispuesto para ayudar en nada... ¡interesado! Sería mejor que se buscara un buen trabajo. -Comentó en tono de reconvención, pero no por eso dejó de agacharse para prodigarle una caricia al animal.
Serafín acabó su alimento pero continuó lamiendo el plato para comprobar que el satisfactorio manjar se había terminado por completo. La Vieja, empecinada, le siguió hablando como si el gato fuera capaz de entenderla, mientras la lengua trabajadora comenzaba con delicada displicencia lo que iba a ser una prolongada sesión de higiene personal.
-Mal nacido... y ahora se lava sin siquiera mirarnos, como si nosotros no estuviéramos. Un rey, igual que un rey.
El gato se tomó un descanso y José aprovechó para introducirlo en el cobertizo y colocarlo sobre la cama, donde el animal reinició mansamente su tarea de limpieza. La Vieja pasó detrás de ellos y desde adentro dejó caer la lona que hacía las veces de puerta. La tela rústica y dura se deslizó como si fuera el paño de un telón que indicaba el final de un acto en una comedia teatral. Desgraciadamente no lo era, de todas maneras, resultó una señal que cerraba algo: para los que estaban allí, otro domingo había terminado.

jueves, 26 de julio de 2007

Capítulo 4

4

Si Madelaine se había propuesto, como tantas veces lo había comentado, permanecer en Mougins para esperar el otoño, su propósito se estaba cumpliendo aceleradamente. Lo demostraba la mañana recién llegada, generosa en nubes grises y densas, como también en un viento persistente que provenía del norte. Ella misma lo estaba comprobando desde el ventanal de su dormitorio poco antes de pedir el desayuno, sintiéndose muy confortable dentro de la larga bata de terciopelo ceñida en la cintura. La presión de la tela, le hizo recordar el efecto de las manos de Jean-Claude colocadas en ese mismo sitio durante la noche anterior, evocando también todas sus otras caricias, las mismas que había retribuido con entusiasmo. “El recuerdo del placer suele ser todavía más intenso que el placer mismo”, pensó sonriendo al rememorar los momentos de la pasada noche. Acaso la velada en el Moulin, el clima agradable de su semi penumbra, aquel exquisito vino espumante de Alsacia (en verdad era un champagne -4-) habían apresurado la ternura, después el deseo y el ansia de satisfacerlo. Todo resultó mucho mejor de lo esperado, porque su relación física con Jean-Claude nunca había sido realmente plena. Sin embargo, a ella le divertía conversar con él, que era casi como jugar con él, y eso parecía compensar todo lo demás. (“Ahora bien, ¿lo compensaba?”) Una incierta señal de alarma le hizo pensar que no era el momento indicado para reflexionar sobre eso. Acababa de comen-zar un nuevo día y su propósito era vivirlo enteramente, aunque afuera el cielo gris quisiera indicarle lo contrario. Regresó a la cama y comprobó que estaba tan compuesta como si nadie hubiera dormido allí. Se cubrió con el edredón sin quitarse la bata y volvió a pensar en Jean-Claude. Se habría levantado muy temprano, según su costumbre (“¡Oh los hombres que gozan saliendo prematuramente al frío del día en invierno o al sofocante fuego del calor en verano!”), y después de beber una taza de café permanecería en el salón disfrutando parsimoniosamente la lectura del Nice Matin. La doncella golpeando la puerta la obligó a postergar sus pensamientos. Obedeciendo a su respuesta, una bella muchacha morena se introdujo en la habitación portando una gran bandeja. Mientras la depositaba con habilidad sobre la cama, se hizo tiempo para saludar y después preguntar, con un tono que mezclaba la buena educación con una esmerada formación profesional.
-Buenos días señora. ¿Ha dormido usted bien?
-Muy bien Lucille, gracias... tan bien, como dicen que deben hacerlo los ángeles, aunque con las ocupaciones que todos ellos tienen, no creo que Dios les deje demasiado tiempo para el descanso. -Respondió Madelaine casi al descuido, mientras extendía la servilleta de blanquísimo lino cuidadosamente almidonada. Lucille, desgraciadamente poco dotada para juegos de ingenio, no comprendió demasiado la referencia al descanso de los ángeles, interpretándolo como otro de los frecuentes comentarios desconcertantes de su ama (para ella siempre indescifrables) y se limitó a mirar la bandeja como si temiera haber olvidado algo, pero comprobó con satisfacción que nada de eso había ocurrido.
-Si la señora encuentra todo a su gusto voy a retirarme.
Madelaine tomó debida cuenta de la observación y recorrió la bandeja con mirada ávida. Allí estaban las finísimas cafetera y lechera, la taza con su plato, el jugo de naranjas, las tostadas, un pequeño platillo, la mantequilla, dos dulceras de cristal con mermeladas de diferente tipo y los relucientes cubiertos de plata. Tampoco faltaba un primoroso búcaro que retenía como si tuviera decidido presentarla en un concurso a una hermosísima rosa. Finalizada la minuciosa inspección, se sintió satisfecha.
-Está todo perfecto Lucille, gracias.
La doncella se sintió complacida por la aprobación de su ama. Después hizo una inclinación leve y salió de la habitación. En tanto, la señora de la casa ya se había servido el café humeante al que agregó apenas unas gotas de leche, según era su costumbre. Luego tomó una tostada y comenzó a cubrirla rápidamente con la cremosa mantequilla. Podía notarse que si bien sus maneras eran delicadas, el apetito voraz que sentía esa mañana (lo admitió ante sí misma) le hacía apresurarse como si temiera que en cualquier momento un extraño hado penetrara en la estancia y le arrebatara el alimento, temor que había experimentado alguna vez siendo pequeña. Debió haberlo pensado nuevamente porque se detuvo por un instante, y luego, corrigiéndose, comenzó a manejarse con mayor parsimonia. No lo hubiera hecho mejor una niña en culpa después de ser descubierta mientras disfrutaba del pecado. Ese día la ducha también había sido una sensación maravillosa, algo que la rejuvenecía haciéndole sentir que crecía en su interior una nueva forma de con-fianza en sí misma. ¿Sería esa la felicidad? La felicidad... Seguramente la felicidad estaba compuesta por una suma de pequeñas cosas intrascendentes. ¿Cuántas veces se lo había preguntado y cuántas se había respondido lo mismo? Posiblemente no las suficientes, o tal vez sí, pero qué importaba. No era momento para detenerse en eso ni en cosas parecidas, ¿mas llegaría alguna vez ese momento? “Mejor más adelante.” Se dijo, y dispuso que al menos durante las próximas veinticuatro horas, habría de fijar su atención sólo en asuntos triviales evitando conflictos y preocupaciones. Terminó de vestirse poniéndose una chaqueta oscura de corte perfecto y en el cuello un vaporoso y colorido pañuelo de seda que contrastaba armoniosamente con el tono del casimir. Después, con paso firme y confiado salió de su habitación y se encaminó a la de Didier. Allí encontró al pequeño despierto y ya vestido entretenido con unos complicados juegos electrónicos que estaban esparcidos sobre una mesa lustrosa de considerable superficie. Se acercó y lo besó suavemente en la mejilla.
-Buen día Didier. ¿Cómo pasaste la noche? ¿Has descansado?
-Buen día mamá, he dormido muy bien. -Respondió el pequeño con formalidad.
-Me imagino que ya habrás desayunado. ¿Verdad?-
-Sí. Lucille me trajo chocolate y bizcochos hace un rato. - Le informó Didier con naturalidad.
-Muy bien, muy bien. Y ahora, ¿cuáles son tus planes para hoy?
Didier la miró extrañado.
-¿Planes? (“Que extrañas maneras de formular preguntas tenían los adultos”. - Pensó.)
Ella advirtió que tal vez había había hablado en forma un tanto confusa para un chico de nueve años.
-Quiero decir, ¿si has pensado hacer algo en especial?
-Por ahora me gustaría quedarme aquí jugando.
Madelaine le acarició la cabeza.
-Qué niño tan formal. -Le dijo cariñosamente. -¿Pero no has considerado que si te abrigas bien puedes salir al parque? Allí te espera Ulises para jugar contigo.
El se mostró contrariado como si acabaran de mencionar el nombre de un odiado rival.
-Ese perro no me quiere, nunca me quiso. - Comentó en tono quejumbroso.
-¿Pero de dónde has sacado semejante cosa? - Preguntó su madre como si acabara de escuchar una idea absurda.
-No lo sé, pero siento que no me quiere. A veces, me gruñe y después se aleja.
(Nunca sabremos si la afirmación de Didier era real o si pertenecía a los vericuetos de su fantasía.) Pero esa día Madelaine no tenía ánimo para internarse en una discusión que girara sobre el afecto que los perros suelen profesar a los niños o viceversa. Y mucho menos si el perro era suyo, y su hijo el representante de los niños.
-Mira, esta tarde voy a ir con Jean-Claude a la ciudad. ¿No te gustaría acompañarnos? Puede ser un paseo interesante, y acaso, hasta encuentres algo que te guste en la juguetería de la rue Antibes.
-¿Me van a llevar? Exclamó Didier con sorpresa.
-¿No te lo estoy proponiendo? ¿O vas a decirme que nosotros tampoco te queremos?
El niño permaneció callado como si tuviera que encontrar la respuesta apropiada, pero Madelaine, temiendo tener que enfrentar una nueva controversia no le dio tiempo.
-Bueno, convenido. Iremos los tres después del almuerzo. - Dijo alegremente a modo de despedida mientras dejaba la habitación. Didier acompañó su partida con una sonrisa vaga y después volvió a dejarse envolver por el encantamiento de sus juegos. Mientras bajaba las escaleras, Madelaine repensó la breve charla que acababa de mantener. ¿No estaba Didier demasiado tiempo solo? Posiblemente, después de las largas separaciones determinadas por los períodos escolares, necesitaba algo más que un beso cariñoso al despertar y otro antes de dormir o aquellos juguetes extravagantes o un perro con quien jugar, por el que (“¡eso era increíble!”) no se sentía querido. Decidió comentarlo con Jean-Claude, pero ¿entendería? Nunca había mostrado gran inclinación por convertirse en un padre para Didier, ni siquiera en un amigo. Ella tampoco se lo había propuesto, y tampoco le había hablado de problemas relacionados con la educación del niño. Cuando llegó a la planta baja sacudió la cabeza como si aquellos pensamientos estuvieran construidos con arena, y pudieran desecharse con sólo cambiarlos de lugar. Ya habría tiempo para considerarlos, pero por Dios, no ese día. Ese día tenía que ser perfecto. Se lo había propuesto. Su entrada al salón motivó que Jean-Claude dejara el diario y fuera a su encuentro para besarla.
-Buen día Jean-Claude.
-Buenos días Madelaine, se te ve radiante.
Ella agradeció que afortunadamente las recientes reflexiones no hubieran quedado dibujadas sobre su cara.
-Tengo que agradecértelo, porque tú eres el causante.
-Eres una mujer extremadamente gentil.
Se sentaron tomados de la mano como si estuvieran dispuestos a evocar las delicias de una vieja pasión. Jean-Claude pareció intentarlo, aunque mezclando las referencias íntimas con otras fuera de lugar.
-Resultó una noche maravillosa, del principio al fin. Nuestros momentos cuando regresamos fueron maravillosos, pero con relación a la comida, debería hacerle alguna crítica al salmón. ¿No lo crees?
-En realidad pensaba en cosas más agradables, como...
-Si es así, estás plenamente justificada - Dijo él - ...y ahora... ¿Quieres dar una caminata por el parque? Acabó preguntando Jean-Claude como si se hubiera convertido en un amante adolescente y sin ninguna experiencia, que trata de contentar con cualquier recurso a la mujer que acaba de darle su primera experiencia de placer. Madelaine remedó un escalofrío que tal vez era una forma sutil de coquetería.
-¿No hará demasiado frío?
-Si miras por la ventana recibes esa sensación, pero yo ya he estado afuera y te aseguro que el tiempo es perfecto.
-Como en el Mar del Norte en pleno invierno. -Bromeó ella.
Jean-Claude se incorporó y simuló arrastrarla hacia la puerta. Ella le siguió el juego y se dejó llevar. Daban la impresión de ser dos niños planeando un nuevo entretenimiento o una nueva travesura.
-Pareces un guerrero medieval tratando de conducir a su esclava al bosque para después poseerla.
-Es exactamente lo que soy, aunque mis intenciones posteriores quedan en reserva. -Le respondió él mientras accionaba el picaporte. Fue lo último que se les escuchó decir antes que salieran. La casa quedó en silencio apenas alterado por la suave voz de Lucille que desde la cocina canturreaba una vieja canción, la misma que aunque ella lo ignorara, había alguna vez cantado Georges Ulmer (5).

4 En Francia sólo pueden clasificarse como Champagne los vinos de ese tipo producidos en la citada región.

5 Cantante belga que actuó con éxito en Francia una vez finalizada la 2da. Guerra Mundial.

miércoles, 25 de julio de 2007

Capítulo 3

3

Amaneció con la nada novedosa música del agua cayendo sobre las chapas del cobertizo. Era otra de las particularidades de la lluvia: además de imagen también es sonido. La Vieja entreabrió lentamente los ojos y lo primero que hizo fue comprobar que le dolía todo el cuerpo. “También, ¿a quién se le ocurre dormir sentada en una silla?” Admitió ante sí misma. Mientras trataba de acomodar su vista a las luces todavía tenues del nuevo día, vio que en en la cama revuelta José continuaba disfrutando el mejor de los sueños. Detrás de la bruma del viejo reloj que tenía en la muñeca las agujas casi invisibles a causa de su miopía señalaban las ocho menos cuarto. El reloj carecía de calendario, y tampoco había ninguno cerca, pero la simple observación de la hora le hizo sentir que era domingo, “un domingo de mierda”, como hubiera querido gritar a toda voz. Después se compensó pensando “¿y qué se gana con gritar? Es la misma mala sangre, y además, los otros se enteran. ¿Para qué darles ese gusto?” Trabajosamente se incorporó para acercarse al brasero. Allí, los minúsculos carbones de la noche anterior se habían convertido en una ceniza blanquecina y volátil. Con lentitud reunió unas maderas, apenas más que astillas, y colocó sobre ellas cinco pequeños pedazos de carbón. Después estrujó unas hojas de diario y las insertó en aquel irregular montículo. Por último lo roció ligeramente con un poco de kerosene y alejándose le arrojó un fósforo encendido que se estrelló en su destino provocando una pequeña explosión apenas audible. Sonrió divertida mientras le daba vida al fuego, tal vez porque era su ritual de cada mañana, una ceremonia que le hacía volver a sentirse niña, algo que si alguien le hubiera dicho le habría parecido una irreverencia. (Y sin embargo, ¿qué hubiera tenido de malo? ¿Acaso su niñez también era algo para poner junto a los trastos inútiles? ¿O los viejos nunca habían sido chicos ilusionados, repletos de fantasías como una bolsa colmada de caramelos de todos colores? Ella misma no siempre tuvo las espaldas encorvadas, ni fue prematuramente vieja y anticipadamente torpe, algo que queda desdeñado sin esperanzas en ese rincón donde se olvidan las cosas como si estuvieran muertas y no le importaran a nadie.) El leve estruendo del fósforo excitando al combustible despertó a José y le hizo incorporarse en la cama para mirarla como si la viera por primera vez en su vida.
-Buen día José. ¿No te parece temprano para despertarte?
-Oí un ruido. -Replicó el niño.
-Nada serio, no te asustes. Fui yo encendiendo el fuego. Seguí durmiendo si querés.
Maquinalmente el chico miró el brasero como si el minúsculo fuego recién nacido lo hipnotizara, precisamente cuando simulando un milagro comenzaban a crecer las primeras llamas pequeñas y débiles.
-Bueno, ya que estás despierto te vendría bien un poco de mate cocido y un pedazo de galleta. Además, te aviso, hoy tenemos azúcar... y en cantidad.
El chico sonrió como si le propusieran un manjar que la buena fortuna les había permitido recuperar en ese preciso momento, y se puso de pie rápidamente mientras se restregaba los ojos con la mano derecha.
-No hay tanto apuro che, primero tengo que buscar la yerba y poner a hervir el agua. -Comentó La Vieja en tanto diligenciaba esos quehaceres.
-Sí mama, sí? -Asintió el niño al tiempo que se sentaba en la cama evidenciando una mezcla de pereza y frustración.
-Pero podés ir lavándote la cara, eso no te va a venir nada mal, así que... ¡manos a la obra! - Le dijo animándolo.
José se levantó con desgano para dirigirse hacia afuera, donde lo esperaba la palangana junto a la maltrecha bomba de agua. El líquido que parecía hielo recién derretido le lastimó la cara, pero él, acostumbrado a esa sensación se frotó con fuerza y las desagradables agujillas desaparecieron de inmediato. Con la cara y las manos todavía húmedas entró en el cobertizo en busca de una toalla, o al menos de un trapo con el que secarse. La Vieja salió a su encuentro llevando lo que el niño precisaba y se ocupó ella misma de la tarea. Cuando la terminó le dio un beso en la frente para quedarse después contemplándolo, como hace cualquier madre con su hijo deseando verlo sano y limpio.
La pava comenzó a cantar la serenata del hervor y la sacó de su arrobamiento. Eso indicaba el momento de colocar la yerba en el jarro que alguna vez había sido esmaltado, y verter sobre ella el agua excitada y vaporosa. Dejó pasar unos minutos y luego llevó el recipiente a la mesa. Allí estaban esperando las dos eternas tazas que constituían su vajilla de desayuno y la azucarera cubierta de salpicaduras. Se sentó y José también lo hizo colocándose muy a su lado, como si el frío que comenzaba a sentir lo obligara a pegarse a ella. Pero no lo hacía sólo a causa de eso. También experimentaba muchas otras cosas cada vez que se acercaba a la Vieja, entre ellas, que el afecto y la seguridad se le comunicaban a través de la piel. Pero estaba de por medio el prometido desayuno, y esa era otra manera de recibir los sentimientos de la mujer. Respondiendo a la expectativa, una vez servida la verdosa infusión, La Vieja cortó un pedazo de la galleta que ya amenazaba con endurecerse y lo extendió al niño. El lo tomó instintivamente y le dio un mordisco sin reparar en su gusto. En seguida bebió un sorbo de su taza humeante y levantó la vista para mirar a La Vieja desde lo profundo de sus ojos negrísimos. Ella hizo como que no reparaba en su actitud, y con descuido se dedicó a su mate cocido.
-Cuando venga Romualdo le voy a pedir que vaya a comprarme algunas cosas. ¿Querés acompañarlo?
La cara del chico se iluminó. Le tenía gran cariño a Romualdo, y además, hacer las doce cuadras que los separaban del almacén significaba un paseo en su vida de infrecuentes salidas.
-Claro que quiero acompañarlo.
-Está bien, está bien. -Dijo La Vieja levantándose. -Pero primero vamos a esperar que pare un poco la lluvia, no sea cosa que te me resfríes. Las mojaduras son muy traicioneras en esta época del año, en cualquier época, diría.
José sonrió.
-¿No dice usted siempre que tengo la piel dura como un indio?
-La piel sí, pero no sé cómo estarán tus bronquios. Esa es otra cosa. - Respondió la mujer mientras levantaba las tazas de la mesa considerando que había llegado el momento de ir a lavarlas. -Y ahora, entretenete hasta que llegue Romualdo. No me vas a estar haciendo renegar hasta que venga ¿no? -Agregó con fingida dureza.
El chico que la conocía mucho más de lo que ella presumía, volvió a sonreír. Después sacó de abajo de la cama una gastada caja de zapatos, y de su interior, unos pequeños y planos autitos de cartón, dibujados por él mismo. Los colocó sobre la mesa y comenzó a simular con la boca el estrepitoso tronar de los motores. La Vieja pasó a su lado con las tazas recuperadas para la higiene y mirando el pasatiempo de José le habló como si quisiera animarlo.
-Fangio te envidiaría.
José no sabía quién era Fangio y tampoco comprendía muy bien qué significaba aquello de la envidia, pero le alegró sentir que la anciana se interesara por un juego de su invención. De pronto, le pareció que el ruido del agua había cesado, y mirando hacia afuera comprobó que ya no llovía, al menos por el momento.
-Ya no llueve mama. -Gritó como si estuviera anunciando un acontecimiento milagroso. La Vieja se asomó desde la segunda habitación, en la parte trasera del cobertizo, separada por una especie de débil mampara del sector de adelante adonde estaba José.
-Es verdad, ya no llueve, -dijo- siempre pasa lo mismo.
-Entonces Romualdo no va a tardar mucho.
Ahora la mujer fingió una justa impaciencia.
-José... no te olvides que hoy es domingo. Romualdo trabaja toda la semana en la fábrica y hoy tiene derecho a descansar un poco.
El rostro del pequeño se ensombreció como si acabaran de darle una mala nueva. Para apartarla, sus manos volvieron sobre los autitos y se escuchó otra vez el parejo zumbido de los motores. Pero el juego duró poco, porque el estruendoso “Buen día” de Romualdo llegó desde afuera como una clarinada precediendo su entrada triunfal.
-Buen día. - Volvió a decir ya adentro.
José levantó la cabeza para responder al recién llegado con una sonrisa, La Vieja vino desde el fondo.
-Parece muchacho que has tenido sueños felices. - Le dijo como si le lanzara un augurio.
-Por lo menos no fueron malos, aunque no lo sé, dormí tan profundamente que pudo haber ocurrido cualquier cosa. Creo que si una bomba hubiera explotado junto a la casilla, no la hubiera escuchado.
De todas maneras te tengo una mala noticia. -Anticipó La Vieja sonriendo con malicia.
-No le creo, pero diga, la escucho. Aunque acuérdese, hoy es domingo y las malas noticias valen la mitad.
José también estaba dispuesto a escuchar, como siempre lo hacía para seguir las conversaciones de los dos. Lo intrigaban aquellos intercambios de ideas deshilvanadas que parecían esconder una extraña verdad, y que él sólo conseguía desentrañar a medias pero igual le apasionaba la confrontación, acaso porque La Vieja era una suerte de madre poderosa, temible y benevolente. Y Romualdo, a pesar de su juventud, semejaba un ídolo adulto a quien le gustaría mucho parecerse. Ellos componían la totalidad de su mundo afectivo, y resultaba natural que se aferrara a su presencia o a su recuerdo, como si más allá de lo que representaban no hubiera otra cosa. (En verdad no la había.)
-Necesito que me vayas a hacer algunas compras.
Romualdo lanzó una carcajada.
-¿Y esa era la mala noticia?
-Si te parece buena, mejor para vos. -Argumentó la mujer con fingido desdén dándose vuelta como para ir hacia el brasero.
-¿Qué necesita Vieja? Dígalo y nos vamos volando con José a buscárselo. -Dijo Romualdo con franca disposición mientras ella se preparaba a responder, ahora con su tono más socarrón.
-Volando... - Repitió mientras volvía, como desvalorizando el ofrecimiento. - ... y después vuelan tan alto que se olvidan entre las nubes la mitad de lo que les encargo, siempre hacen lo mismo.
-¿Nosotros? -Terció con ingenua timidez José.
-Sí, ustedes, mocoso presumido. Pero bueno, no discutamos, y mejor tomen nota de lo que tienen que comprar. ¡A ver si pierden el ánimo antes de ayudarme!
-Diga Vieja, diga. - Insistió Romualdo como si estuvieran a punto de encargarle la conquista de un reino.
-Por empezar necesito azúcar y yerba. Unos fideos frescos, manteca, pan del día y... como hoy es domingo y hace muchas semanas que no le doy el gusto, una botella grande de gaseosa para José.
El chico tuvo ganas de gritar de alegría pero se contuvo, manteniendo la mala costumbre de guardarse sus emociones.
-Y yo le voy a comprar unas facturas para el mate de la tarde. -Agregó Romualdo como al descuido.
La Vieja lo miró con un relámpago de sorpresa fulgurando en sus ojos.
-¿Es que asaltaste un banco?
El hombre asumió un gesto casi solemne.
-Usted sabe bien que soy un hombre decente.
-Decente... sí, yo también soy decente, -reflexionó- ¿y qué otro remedio nos queda? Podemos robar un pan, una manzana, tal vez hasta algunos huevos, pero eso es todo, lo máximo que llegado el caso podríamos permitirnos porque son las cosas que nos rodean. No tratamos con financistas, ni se nos ocurriría asaltar un banco o una joyería, ni tramar uno de esos negociados fabulosos que cuentan por la radio. Esas cosas son para la gente importante. A nosotros nos basta con unas monedas para el pan, la manzana o los huevos, y si no las tenemos, ¿qué importa? sabemos pasar hambre, estamos dispuestos a enfrentarla como cuando es necesario que nos pongan una inyección, aunque no nos guste. Por eso no tenemos otra salida que ser decentes, como yo veo las cosas... ¿qué sentido tendría no serlo? ¿Para qué? Resultaría ridículo ir a la cárcel por robar un pan, no guarda relación el riesgo con el castigo, ¿te das cuenta? De lo contrario, andaríamos asaltando bancos día y noche, no te quepa la menor duda, aunque también falta decir que no tenemos el coraje necesario para hacerlo. A fuerza de ser pobres nos hemos convertido en corderos adormilados, en animales imbéciles demasiado mansos. Aunque siempre pienso que a alguien debe convenirle que seamos nada más que eso... a los ricos por ejemplo, y no creas que lo digo por resentida, pero los ricos son casi todos unos hijos de puta. Comen cosas finas pero ese no es más que el alimento que nos roban a nosotros.
-Yo no me siento un cordero adormilado ni un animal imbécil. -Reaccionó Romualdo.
-No, claro... - Dijo La Vieja. -Uno no se da cuenta, lleva tanto tiempo así que ya tiene el hábito. Pasa lo mismo que con mi resentimiento aunque lo niegue como hice recién... a fuerza de tenerlo clavado en la carne, acabo olvidándolo.
-Tal como lo presenta, -insistió el muchacho- parecería ser que la indecencia es sólo para personas de categoría.
-Mejor dicho, de buena posición. -Corrigió ella. -Eso no tiene nada que ver con la categoría, porque hay muchos brutos con plata. Esto lo vas a comprobar muy seguido. - Hizo una pausa como si tuviera que analizar lo que acababa de decir. Entonces sintió que siempre se apresuraba y terminaba hablando más de la cuenta. Especialmente, porque aunque no quería ocultarle a José la realidad, había cosas que era preferible no escuchara. Por eso creyendo que se trataba de una buena decisión, dejó bruscamente el tema. -Bueno, ¿se van o no se van? Aprovechen antes de que empiece a llover de nuevo, y muévanse rápido, ¡tortugas! porque a este paso van a regresar cuando se haga de noche.
Romualdo y José se miraron con intención, seguros de estar viviendo una situación que siempre se repetía de una manera o de otra.
-¿Vamos José?
La Vieja no esperó que el chico respondiera.
-¿Ahora te vino el apuro? Esperá un poco nada más, que el chico tiene que abrigarse. Llevate la campera y la bufanda que hace frío. -Dijo señalando el armario de madera opaca.
El pequeño siguió cuidadosamente las instrucciones porque no quería que una involuntaria desobediencia le malograra el paseo. Después tomó la mano de José y junto a él se fue brincando. La Vieja los vio partir y a modo de despedida, cuando ya comenzaban a alejarse, les lanzó su recomendación casi gritando.
-¡Y vuelvan pronto... no vayan a quedarse tonteando por ahí como acostumbran!
Ellos apenas la escucharon, especialmente José, que se sentía como si por primera vez saliera a descubrir un mundo que le pertenecía.

martes, 24 de julio de 2007

Capítulo 2

2

Había sido un largo verano apenas interrumpido por algunas lluvias breves. Pero ahora, definitivamente, el otoño avanzaba sobre Mougins con la misma seguridad de un ejército embriagado por la vaga promesa de la victoria. Era triste presenciar la resignada retirada del estío que se iba como si pensara no volver nunca. Acaso acababa de descubrir que durante los meses recientes, a pesar de tanto sol y tanto mar y tantas noches adormecidas de serenidad, sólo había conseguido perder el tiempo. Desde el otro lado del ventanal de la amplia recepción, la señora Madelaine seguía el infrecuente recorrido de algún automóvil por aquel espacio mitad sendero y mitad camino que serpenteaba entre los árboles y las residencias, pasando debajo de la colina en miniatura adonde estaba emplazada su casa.
Madelaine tenía cincuenta años, pero conservaba intactos el garbo y la belleza que durante toda su vida la habían convertido en una mujer admirada y deseable. Su metro setenta de estatura le daba una esbelta prestancia, sus formas se mostraban suaves y su cara surgía como uno de esos rostros que con frecuencia adornan los medallones antiguos, efecto acentuado por el cabello lacio de color castaño muy claro, peinado a un costado. Además, (y esto no era nada desdeñable) poseía esa diáfana inteligencia que los hombres no suelen reconocer en las mujeres, aun cuando tropiecen con ella frecuentemente. Viuda desde hacía ocho años del exitoso banquero Phillipe de Röine Etagne, había heredado una considerable fortuna que aumentó su propio patrimonio: era una mujer rica desde la infancia, hija única de un afortunado comerciante, después convertido en terrateniente. Mientras fue soltera, sólo le faltaba el marco de un apellido prestigioso como el que consiguió al casarse, pero de cualquier forma, al desaparecer su esposo se convirtió en dueña absoluta de valiosas propiedades, florecientes empresas y bienes incontables. Producido el casamiento siendo muy joven, su matrimonio se había prolongado a través de una relación afable y amistosa, pero no intensa, matizada por ella con tres o cuatro aventuras románticas estratégicamente ubicadas a lo largo del tiempo. Como suele ocurrirle a muchas personas, por un extraño mecanismo esas aventuras la habían ayudado a mantener la confianza en sí misma. En resumen, su vida matrimonial había transcurrido sin sobresaltos, adornada con una larga secuencia de viajes y buenas nuevas. La primera alternativa penosa, fue precisamente la prematura desaparición de Phillipe. Pero el duelo no había durado mucho. Después de un breve período de retiro, se dedicó a recorrer Europa acompañada por Josephine Barat, su mejor amiga, acaso en un alarde para comprobar si volver a los lugares que había frecuentado con Phillipe no le provocaba un estallido de congoja. Comprobando que nada de eso ocurría, lo cual por otra parte debería haberle sido absolutamente previsible, volvió a París y se reinstaló en su suntuoso piso de la Avenida George Vº. Desde entonces no faltaron hombres en su mesa y en su cama. Acaso le correspondía la definición que Oscar Wilde aplica a uno de sus personajes, cuando dice: “... tenía esa desordenada pasión por el placer que constituye el secreto de la eterna juventud”. Es duro expresarlo así, pero esta historia pretende ajustarse a la verdad, sin intentar vanos rodeos para evitarla, modificarla o disfrazarla. Pero no se piense que la señora Madelaine de Röine Etagne llevaba una vida disipada y promiscua. Sus relaciones sentimentales (o como las calificaría alguno de sus amigos más cínicos “sus amoríos circunstanciales”), siempre duraban por lo menos un año. Durante esos períodos su fidelidad era absoluta. Ahora compartía su tiempo, sus placeres y sus entretenimientos con Jean-Claude Melancourt, un prestigioso y acaudalado bodeguero de la Champagne que se preparaba para cumplir los cuarenta y siete. Su amiga Josephine, había sido responsable de que se conocieran, al presentárselo a la salida de un concierto lánguido y aburrido. Si aquella noche Dvroák hubiera sido interpretado con mayor brío, acaso la relación jamás se habría iniciado.
Jean-Claude Melancourt era un hombre de inteligencia sólo útil para algunos temas, mundano, y con todos los defectos que un cronista poco parcial por influjo de sus inclinaciones izquierdistas, está siempre dispuesto a endilgarle sin reservas a cualquier miembro de la alta burguesía. En ello habría mucho de verdad y mucho de mentira. Lo cierto es que el mayor defecto de Jean-Claude, si es que puede considerarse tal, consistía en su casi absoluta falta de profundidad, condición bastante generalizada en todas las clases sociales, y que en cualquiera de ellas suele disimularse muy bien, como ocurre habitualmente, empleando una vasta gama de artificios.
La pareja acababa de regresar de España. Ella había querido revivir el encanto de San Sebastián, lugar que consideraba deliciosamente anacrónico y al que no se cansaba de volver, por una de esas misteriosas motivaciones que tantas veces nos animan, entre las que podría encontrarse recordar que la ciudad había sido elección casi obligada para el veraneo de sus padres durante los años ´30, poco antes de su nacimiento. Luego de aquel sedante recorrido encontró asfixiante el clima de París. Por eso sugirió a Jean-Claude que pasaran unos días en su casa de Mougins, tan cercana a Cannes y también a su querida Niza, antes de definir si pasarían el invierno en la capital o si buscarían algún sitio cálido. La decisión podía depender de la programación de L’Opera y de los acontecimientos sociales a los que previsiblemente serían invitados. Pero por el momento se quedarían en Mougins “esperando el otoño”, como ella solía repetir con cierto impostado tono que olía a nostalgia. (Algún crítico hubiera preferido decir que la frase era puro snobismo, o peor aún, decididamente vulgar.)
Para terminar de componer el cuadro que a ella siempre se le antojaba perfectamente familiar, al menos hasta ese momento, también estaba allí Didier, hasta la separación que se produciría obligadamente después de ese breve período de vacaciones, cuando recomenzaran las clases en el colegio en que estaba internado.
La señora Madelaine no había tenido hijos (por razones nunca comentadas y por las que nadie se atrevió a preguntar) y poco después de la muerte de su esposo adoptó al pequeño Didier. Ahora, tenía nueve años y era un niño bello y agradable, aunque frecuentemente taciturno. Se movía con justeza en los escasos momentos que compartía con adultos. Didier se había convertido en el señorito de Röine Etagne teniendo poco más de un año, y si bien conocía su condición de hijo adoptivo, casi todas las circunstancias estaban dadas para que viviera como si no lo fuera. Su madre lo trataba con amorosa ternura, y aunque a veces exagerada, su preocupación por él era genuina, pero no todo lo constante que posiblemente el pequeño hubiera deseado. Eso volvía a demostrar que los hijos adoptivos no son diferentes a los de la sangre.
La casa de Mougins era amplia, confortable y estaba rodeada de un extenso parque, pero la mejor forma de definirla es diciendo que mostraba todas las características propias de las elegantes residencias campestres de La Provence. Madelaine le tenía un gran cariño, porque allí había pasado muy buenos momentos, la mayoría de los cuáles, paradójicamente, había olvidado. La planta baja estaba dominada por un gran salón que hacía las veces de living donde estaba emplazado un hogar de importantes dimensiones. La decoración era sobria sin alardes ni excesos, pero cada sillón era una síntesis de buen gusto. De allí se pasaba al comedor y a continuación, siempre con grandes ventanales que mostraban el jardín, se encontraba una bien provista biblioteca que la dueña de casa visitaba con frecuencia, junto a ella un pequeño despacho, un toilette, y después de un corredor, la cocina y las habitaciones para la servidumbre. En la planta alta, y a lo largo de una galería que surgía a partir de la escalera, se sucedían cuatro amplios dormitorios en suite de superficies más o menos similares. El más grande era ocupado por la pareja, el otro estaba asignado a Didier, y los dos restantes se reservaban como habitaciones para huéspedes.
Eran poco más de las cuatro de la tarde y Madelaine se encontraba en el salón cuando la llegada Jean-Claude la sorprendió con su vista detenida sobre el ventanal, como si desde el otro lado le estuvieran ofreciendo un espectáculo maravilloso. No obstante volvió la cabeza sacrificando las visiones que estaba recibiendo o simplemente imaginando, y colocó la taza de porcelana y su platillo sobre la mesa.
-Sabes Jean-Claude, esta mezcla de té es la más deliciosa que jamás he bebido. Deberías probarla.
Si él hubiera sido otra persona, la sugestión con que Madelaine lo recibía le hubiera resultado apenas ocasional, pero Jean-Claude vivía en el mundo de lo inmediato y le resultaba imposible, no por razones de inteligencia sino de sensibilidad, establecer determinadas diferencias. Se limitó a sentarse junto a ella y le tomó la mano para después hablarle con seriedad, pero también como si se disculpara por la falta terrible que estaba a punto de cometer al convertir una circunstancia tan menor en todo un tema para el debate.
-Madelaine, sabes muy bien que no me gusta el té?
-Si, pero esta mezcla... -Insistió ella, sin reparar en que estaba facilitando a su amante las armas para avanzar en una de sus interminables lucubraciones.
-Ni esa mezcla ni ninguna otra, y no te molestes por ello. El té me sabe a veneno... o si lo prefieres, a bebida para enfermos. Deberían venderlo en las farmacias en lugar de presentarlo junto a los alimentos. Siempre me recuerda a las extrañas tisanas que bebía mi abuela, y que según ella, lo curaban absolutamente todo, aunque desgraciadamente, no pudieron impedir que muriera en forma inesperada mientras disfrutaba de una excelente salud. - Reafirmó Jean-Claude con firmeza, pero sin olvidar componer la afectuosa sonrisa que en él era tan permanente como una cicatriz.
-Veo que no eres siquiera capaz de dejar en paz a la memoria de tu abuela. Será por eso que en este momento me pareces un duro marinero de Marsella. Si hasta te veo bebiendo tu negrísimo y denso café en una sórdida taberna del puerto. -No puedo evitarlo -reafirmó- pero es la exacta imagen que me estás dando con tu respuesta. (Algún marinero de Marsella acaso hubiera recibido la referencia como una mención honorífica, ya que aquello era participar como tema en una conversación entre miembros de la clase alta.)
-Agradezco que me hagas sentir un hombre del pueblo, pero debido a la famosa taberna marsellesa que mencionas, me has hecho pensar en la comida de esta noche, porque te recuerdo, no hemos decidido nada al respecto y eso es inquietante. ¿No crees que deberíamos hacerlo ya? Dime... ¿Quieres salir o prefieres comer aquí?
Madelaine volvió a tomar la taza y quedó mirando su interior como si esperara que desde allí surgiera su respuesta a aquella pregunta que consideraba superficial, y que absurdamente pretendía convertir su decisión en algo trascendental. (Para él parecía serlo.) El tema la agotaba y demoró unos segundos antes de hablar.
-No tengo ganas de ir a la ciudad, pero si no te parece mala idea, podemos acercarnos hasta el Moulin. Son apenas cinco minutos de auto y es un sitio que me gusta mucho. Será como si estuviéramos en casa.
Jean-Claude apoyó las manos en sus muslos. Se le veía distendido y satisfecho.
-Tal vez temías que te llevara al Vesubio en La Croisette para comer una olorosa pizza italiana, como haría ese marinero del que me hablabas.
Ella lanzó una suave y contenida carcajada.
-En otra ocasión tal vez no sería mala idea, pero podríamos pasar horas hablando de todo esto: comer en un sitio o en el otro, ¿verdad? Sí, creo que si... tú serías capaz de crear una compleja teoría sobre ello, en la que comenzarías mencionando a Savarin y luego a sus seguidores. Entonces terminaría convenciéndome... bueno, casi ya estoy convencida de algo que leí en el periódico: “Para los pobres la comida es una necesidad, en cambio para los ricos, es nada más que otra diversión”.
-La tuya no deja de ser una interpretación curiosa. Hago con ella una lectura política, que me lleva a decirte que desconocía tus inclinaciones izquierdistas, pero bueno, nunca es tarde para empezar, aunque te recuerdo que desde la caída de Gorbachov y posiblemente desde un poco antes, el comunismo ha dejado de ser una moda. Ya ni siquiera lo usa como recurso la gente adinerada cuando busca darse cierto aire intelectual. Tendrán que inventar otra cosa. Pero no te preocupes, lo harán tarde o temprano... les sobra fantasía, y la fantasía, bien lo sabemos, suele ser la madre de muchos desaguisados... pero el mundo siempre ha sido de los inventores, y no puede vivir sin ellos. Habrás visto que a medida que pasan los años continúan atosigándonos con teorías tan nuevas como desconcertantes, con aparatos y mecanismos endemoniados, si... los inventores siguen creciendo como plantas malignas favorecidas por la humedad o por la tierra seca, les da lo mismo el frío o el calor y son inmunes a las plagas, mientras nosotros, impasibles, les dejamos hacer o lo que es peor, les estimulamos con nuestra buena disposición y con nuestra estúpida capacidad de asombro. ¡Oh gloria de lo nuevo: aviones sin alas, trenes sin rieles, barcos sin agua, deliciosos alimentos sintéticos hechos con plástico refinado de primera calidad!
-¡”Un mundo perfecto”! (1) - Subrayó ella.
-No te burles. Alguna vez lo fue, al menos, más perfecto que ahora.
-¿No pensarás hablarme de cuando Trenet, Sablon y Jacqueline François dominaban la escena, o de un poco más atrás, en tiempos de Lucienne Boyer y Chevalier?
-Madelaine, tu referencia me suena vulgar.
-Pues no me lo parece. Acepto que estos cantantes no representaban a la música que llamamos seria, pero a mí me parecían excelentes. Fueron buenas épocas para Francia.
-¿Para Francia o para nosotros y nuestras familias? Y no lo digo porque piense que no era eso lo que correspondía.
-Sencillamente soy realista.
-¿Tendré que reír?
-Dirás lo dirás, pero el asunto es demasiado serio para tomarlo a la ligera. - Argumentó malhumorado Jean-Claude.
-No lo tomo a la ligera, pero imagino la terrible historia que estarás urdiendo. Porque apenas el comentario trivial que hice al pasar, consigue que me veas como a una antigua matrona rebelde rodeada por los “sans culotte” (2), marchando hacia Versalles (3), para traer “al panadero, a la panadera y al criadito” mientras alecciona a su pequeño hijo con el propósito de convertirlo en un rebelde: algo así como todos los ideólogos de la
Revolución de 1789, más Hegel, Marx, Trosky y Lenin en un curso acelerado para niños menores de diez años. ¿No es eso?
Vamos... dame el gusto dime que sí...
El quiso interrumpirla pero ella era incontenible. Siempre lo era cuando entre los dos, con frecuencia planteaban conversaciones en ese tono casi farsesco. Tácitamente les parecía que aquello aportaba un matiz fresco que hacía a sus charlas más originales y divertidas. -Pero no te preocupes -continuó- la política, todo lo que tiene que ver con ella, y mucho menos las cuestiones sociales, no están en la lista de mis preocupaciones, nunca estuvieron, y me animo a afirmar, nunca lo estarán. Sin embargo, -esta vez sí Jean-Claude logró interrumpirla -ayer te sorprendí leyendo a Spencer.
Ella no demoró un segundo su respuesta.
-Sí, lo leía, pero te confundes. Spencer no era precisamente un izquierdista, calificativo que por otra parte no significaba demasiado en su época, a pesar de haber dicho alguna vez que “el sentir general es que el sufrimiento no debía existir y que la sociedad es culpable de que exista”, aunque luego tiene capítulos enteros tratando de demostrar que esa es una falacia... pero por más que lo cite, debo admitir que siempre tuve dudas sobre él, ya que he venido sospechando que con todas sus teorías y argumentos, lo único que buscaba era no pagar impuestos, inclinación hacia la cual ha tenido muy numerosos seguidores. - Madelaine se anticipó a la interrupción de Jean-Claude. -Sí, ya sé, discúlpame. Creo que la mía ha sido una conclusión mezquina que el filósofo no merece. Pero volviendo a Didier, no lo imagino siempre tan apacible y concentrado, dispuesto a ser aleccionado en esos temas y capaz de absorberlos con fruición, hasta que su influencia lo convirtiera en un revolucionario prototipo que arenga a las multitudes desde una barricada. Sólo considerarlo me causa muchísima gracia.
-Es mejor así, porque semejante cosa resultaría en verdad horrorosa, -dijo él- pero te advierto que si eso ocurriera, y Dios no lo quiera, todos los Röine Etagne muertos se revolcarían en sus tumbas, las flores de lys exudarían sangre, el Rhone y el Sena serían una negra corriente viscosa, La Gioconda abandonaría su sonrisa y lloraría a gritos en un Louvre sombrío, y un viento helado cruzaría el Valle del Loire, y recorrería toda Francia desde Los Pirineos hasta Los Alpes, y desde el Atlántico hasta el Mediterráneo. Después, para culminar esa tenebrosa y desgraciada circunstancia, ese mismo viento segaría los jardines de Versalles, resquebrajaría en Les Invalides las paredes de la tumba de Napoleón y haría que hasta el mismo féretro glorioso rodara por el piso, y todavía con su bramido atroz derrumbaría la Torre Eiffel, y provocaría que las imágenes sagradas de Notre Dame temblaran aterrorizadas. Después, allí mismo, las gárgolas se desplomarían sobre la calle, aplastando sin el menor reparo a los desprevenidos turistas... y también, a muchos parisinos... para no hablar del inevitable cierre de los bancos y la caída de la Bolsa... y sin querer ser demasiado material, hasta los quesos de Androute se convertirían en informes masas agrias y malolientes. Ya ves, en todos los lugares y en todas las dimensiones sería una espantosa catástrofe. ¡No, no quiero ni pensarlo! - Culminado su discurso, Jean-Claude asumió un gesto deliberadamente teatral cubriéndose la cara con las manos mientras Madelaine aplaudía alborozada, como si acabara de presenciar una actuación magistral de la Comedie Française.
-Ya decía yo que tu capacidad para urdir fantasías truculentas podía alcanzar alturas insólitas. Dime, ¿Nunca pensaste en escribir una novela de esas repletas de intrigas y complicaciones, donde las mujeres asesinan a sus amantes y los hijos matan con furia a sus padrastros, o aun, a sus propias madres?
El descubrió su rostro y dejó claramente visible una expresión radiante. Era evidente que continuaba tan complacido con su actuación que deseaba prolongarla cuanto fuera posible.
-¿Tú dices convertirme en una suerte de Dumas o Víctor Hugo redivivos? -Preguntó como si estuviera dispuesto a seguirle el juego.
Algo así. En ningún momento pensé en un filósofo como Spencer, si me permites volver a él, a quién como a ti le horrorizaba el socialismo. Yo me refería a un dramaturgo denso, hasta complejo, -Replicó Madelaine entusiasmada. -Aunque mucho más moderno, más actualizado, más a la page que Dumas o Hugo, quiero decir.
Como era previsible Jean-Claude continuó en el mismo tono.
-Haré caso omiso por mucho que me cueste, aún después de haber oído esa palabra perversa que siempre daña mis oídos... “socialismo”... ¿o escuché mal? pero respondiendo a tu comentario y para no detenerme en argumentaciones desagradables... ¿cuándo un pobre bodeguero dispone de tiempo para entregarse a la dorada libertad de la literatura? No me lo digas, yo mismo responderé: ¡Nunca! Y es nunca porque debe vigilar las uvas, alejar sus pestes, propiciar la vendimia, lidiar con técnicos malformados gratuitamente en alguna oscura y horrenda universidad, y aprovecho para decir que la universidad no es la casa de Dios como suele creerse... y más y más y más. Allí recién estamos comenzando, porque después viene la salvaje lucha en el mercado, los vendedores ineptos, los comerciantes torpes, los consumidores ingratos. Y hasta le puede sorprender una campaña gubernamental orientada a la lucha contra el alcoholismo propiciada por algún político ambicioso, lo que ya lleva su situación a un extremo fatal. ¡Literatura!... ¿Yo dedicarme a la literatura? ¡Si sólo pensarlo parece un sueño! Además, y esto lo digo muy en serio, no creo tener las condiciones necesarias. Pero... -parecía que se lo preguntaba a sí mismo como si estuviera reprimiendo una secreta vocación. - ... ¿Sería más feliz si contara con ellas?
Madelaine quiso plegarse al clima supuestamente dramático que Jean-Claude creaba con bastante fortuna.
-¿Debería acaso agregarlo a la larga nómina de tus frustraciones? Porque me imagino que debes tenerlas, aunque no ejercites el hábito de confesarlas.
-¿Frustraciones? - Se preguntó un tanto desconcertado. -En verdad nunca lo había considerado hasta este momento. -Jean-Claude calló por un instante como si tratara de enumerarlas mentalmente y al mismo tiempo pretendiera clasificarlas. - Bueno, sí, es probable que tenga alguna, pero en cuanto a mi capacidad literaria, lo cierto es que se agota en esta habilidad para urdir fantasías truculentas... como tú las llamas... pero sólo para intercalarlas en medio de una conversación, esgrimiéndolas como un recurso puramente social, jamás para escribirlas. En el fondo, debo aceptarlo, me parece algo inútil. Al fin de cuentas, toda la literatura, la buena y la mala, terminará siendo, y ya está ocurriendo, arrojada al tacho de la basura por ese mito enceguecedor de las multitudes llamado televisión, tan poderoso, que ni siquiera respeta la condición social elevada o la nobleza de la sangre. Ya verás, porque aunque parezca el final, esto no es más que el principio. ¡Nadie parece tomar en cuenta las lecciones de la historia, hasta que es tarde! Después vendrá una retahíla de quejas y lamentos, pero lo dicho, ¡será tarde!
Madelaine permaneció callada, respondiendo a una orden de su cerebro, empeñado en desmenuzar ideas. Pero ese extraño encantamiento duró apenas unos pocos segundos, porque rápidamente se reintegró al ritmo de la charla.
-Lo presentas como si la literatura o el simple intento de ejercitarla, mucho más allá de los resultados que cualquier escritor logre, fueran un desperdicio. No estoy de acuerdo contigo. Todas las cosas pueden llegar a servir para algo, aún aquellas que nos parecen más inútiles, aunque este no sea para mí, precisamente, el caso de la literatura. Por otra parte, no creo que nadie escriba impulsado por el propósito de ganar el Premio Nobel, o de sentarse en un confortable sillón de la Academia Francesa. Esas pequeñas manifestaciones de vanidad vienen mucho después, y son en todo caso consecuencias, y no metas.
-¿De verdad lo crees así? -Preguntó Jean-Claude. -Por supuesto. - Alegó Madelaine con firmeza. - No creo que se trate de realizar consideraciones falsas.
-Está bien, lo acepto, pero suena a consuelo. -Dijo él. -Les viene al dedillo a los miles y miles de literatos en ciernes y de poetas hambrientos varias veces fracasados. Si las oyeran, se postrarían ante tus palabras, y por supuesto ante ti, al descubrirte como la nueva y moderna musa de la creación. Y digo nueva y moderna ya que si bien por tus encantos puedes resultarles fuente inspiradora, por tus ideas surges como una fiel defensora de sus derechos... aceptando que los tengan. Admito que no eres inoportuna y que te harán la mejor de las recepciones, ya que siempre han clamado para que alguien los proteja. En el fondo o son niños desvalidos o les encanta el papel de menesterosos indefensos.
-Como siempre, exageras, y no sólo cuando te refieres a mis encantos sino cuando dices todo lo demás. En realidad no pensaba en ellos, pensaba en ti, porque se trataba de una observación destinada con absoluta objetividad a hacerte justicia, nada más.
-Eso ya no me parece un consuelo, mas bien es una delicada ironía semejante a la hoja de la guillotina cayendo sobre mi pobre cuello indefenso. - Bromeó Jean-Claude. -Pero está bien, está bien. Lo cierto es que respondiendo a nuestra costumbre nos hemos desviado del tema principal, o mejor dicho, tú hábilmente has conseguido que nos desviemos... y el tema principal es el que realmente me interesa. Si no te incomoda me voy a permitir reiterarlo, y no me impacientes demorando una respuesta. ¿Adónde comeremos esta noche? ¿O de repente eso ha perdido importancia, oculto tras los cortinados de todos estos devaneos intelectuales a que nos has llevado?
La reacción no se hizo esperar.
-¿Le llamas devaneos intelectuales? Entonces, ¿cómo debería calificar yo tu tan reiterada preocupación por la comida y por el lugar adonde se ha de comerla? -Comentó ella buscando ridiculizar la actitud de Jean-Claude, pero sintiéndose extrañamente turbada. (“Debía aceptar que efectivamente lo estaba y que su compañero había terminado por irritarla con su obstinación monotemática”, pensó.) Le parecía que a pesar de toda la frivolidad que contenía, o tal vez por eso mismo, algunas veces la conversación acababa tornándose extrañamente irreal, como si se tratara de algo que ocurría en un sitio en el que ella no estaba y en el que tampoco le gustaría estar, aunque esto último sonara demasiado dramático o demasiado exagerado. Sabía que muchas veces podía ser una mujer vana y superficial, pero le disgustaba afrontar un tema serio aunque fuera con humor y de pronto reemplazarlo por un asunto trivial. Jean-Claude pareció no darse cuenta del ánimo que estaba tomando posesión de su compañera, cosa que por otra parte le hubiera resultado imposible. Son infrecuentes las ocasiones en que se pueden auscultar los secretos resortes que estimulamos en los demás con cada cosa que les decimos. Lamentablemente para él (o para los dos) esa no era una de ellas. Por fin, el imperceptible instante de silencio dejó lugar a la respuesta de Madelaine. Ella hablaba tratando de recomponerse, pero su voz no pudo ocultar un hálito de cansancio. -El Moulin estará bien, si te parece. ¿No te lo dije? Creí haberlo hecho. -Agregó con descuido como si su actitud hubiera obedecido a una distracción circunstancial, tratando de superar su ofuscación de los recientes instantes, “que afortunadamente”, se dijo, “había pasado inadvertida”.
-Sí, claro que sí. -Dijo él con convicción, tratando de superar la situación. -Sólo que no soy todo lo atento que te mereces, también creo tenerlo repetido varias veces, pero en fin, entonces será el Moulin y que no se hable más.
(La imprecisa manera de justificarse y de pedir disculpas hizo que ella volviera a sentirse culpable por su reciente reacción. “Después de todo, es igual a un niño”, se repitió a sí misma.)
Luego de la definición, Jean-Claude se incorporó con la misma satisfacción que si acabara de participar exitosamente en una conferencia de negocios que le originaría extraordinarias ganancias.
-Y ahora voy a la ciudad. -Agregó decididamente.- Quiero comprar algunas revistas. ¿Me esperarás para el cocktail? -Preguntó inclinándose para besar la mejilla de Madelaine, quien solícita retribuyó el gesto sintiendo que cualquier residuo de animosidad se disolvía.
-Por supuesto, aquí estaré aguardándote.
-Magnífico. - Dijo él. Después se besaron ligeramente en los labios y Jean-Claude salió.
Ella volvió a la ventana para ver como se acercaba al sendero adonde estaba estacionado el BMW, y después cuando levantó la mano para saludarla y también disfrutó la seguridad con que abría la portezuela. Finalmente permaneció mirando cómo el automóvil se alejaba con serena presteza. Rápidamente recuperó la capacidad de sentirse igual que siempre, y entonces se prometió no abandonarse nunca más a la debilidad de cuestionar los actos de su vida, particularmente los menores. ¿Qué tenía de malo ser feliz mientras el tiempo pasaba despreocupadamente o dejándose llevar por él como si además de segundos, minutos y horas, fuera un torbellino que se apoderaba de su voluntad? De inmediato pensó que no había elegido su rol en el mundo, entonces, lo menos que podía hacer era representarlo adecuadamente con la mayor fidelidad posible. En ese momento le pareció una obligación, como un mandato “que le imponía la sangre”, recapacitó satisfecha pretendiendo a sabiendas darle al asunto un tono de vaga grandeza. Era lo que le correspondía a Madelaine Röine Etagne, y no estaba dispuesta a alterarlo en lo más mínimo.


1 Referencia al título de la novela de Aldous Huxley.

2 Patriotas revolucionarios que vestían pantalón en lugar del clásico calzón corto. Se diferenciaban de los petimetres o “increíbles”, jóvenes de ideología realista que usaban ridículos trajes que según su concepto, eran una expresión renovada del antiguo régimen.

3 En relación con la marcha popular de mujeres sobre Versalles el 5 de octubre de l789, que con los apodos citados se referían de manera despectiva al rey, a la reina y al príncipe.