13
Cuando no encontró a Madelaine en el lugar previsto, Josephine pensó que el auto habría sufrido alguna avería. Bajó por la explanada que conducía al garaje, pero la máquina estaba allí. Era su amiga la que había desaparecido. No precisó más para dirigirse corriendo hacia el lobby donde sin recuperar el aliento preguntó por Madelaine en la conserjería. Nadie recordaba haberla visto: era como si nunca hubiera estado en el hotel. Entonces pidió hablar con el gerente. Era un hombre atildado y formal que la escuchó con esmerada frialdad, y trató de salvar la situación diciéndole que Madelaine se habría encontrado con alguien, y decidido dar un paseo.
-Eso es absurdo. -Argumentó, quebrando con esas tres palabras la explicación recibida. - Su razonamiento es insostenible, sencillamente, porque Madelaine no tiene aquí a nadie con quién dar un paseo. Por otra parte, jamás hubiera hecho algo así. Acordamos encontrarnos frente al hotel después que retirara el coche del garaje. Y no modificaría un plan trazado por las dos sin avisarme.
Comenzando a desconcertarse y ya perdiendo el aplomo inicial, el gerente insistió en contentarla.
-¿No quisiera tomar un té? Le hará bien. - Aseguró.
(¿Cuántos momentos apremiantes en la historia de la humanidad habrán intentando ser superados por la simple aparición de una taza de té?) Ella se limitó a dirigirle una mirada fulminante, pero aquel hombre no estaba dispuesto a darse por vencido.
-Debería usted tranquilizarse. Cuando esté más calmada verá las cosas de otra manera, y su amiga, aparecerá en cualquier momento.
-¿Posee usted algún té con propiedades mágicas? Y además, ¿Tranquilizarme? No... no pienso hacerlo, al menos hasta que no vea entrar a Madelaine por esa puerta.
-¿Entonces? - Alcanzó a decir el gerente comenzando a aceptar que Josephine no era una histérica como había considerado en un primer momento sino una mujer inteligente excitada por lo ocurrido. Realizado este resumen y pese al disgusto que le causaba aceptar la idea, admitió que las circunstancias lo sobrepasaban.
-Entonces, sugiero que llamemos a la policía. - Aseguró ella con la firmeza más terminante.
-Señora, -respondió el gerente- la policía no ha estado aquí nunca, por lo menos desde que ocupo este puesto, y eso ocurre desde hace bastante tiempo.
-Pues me parece una excelente ocasión para que haga su debut, ya que para todo hay una primera vez, ¿no cree? - Casi bramó Josephine. -Pero no pienso discutir al respecto. O la llama usted o lo hago yo.
El hombre comprobó que estaba intentando ganar una batalla perdida, y acercándose al mostrador de la recepción, se dirigió a una empleada para ordenarle:
-Señorita, llame a la policía. Dígales que un huésped del hotel ha desaparecido.
No se recordaba en La Champagne un temporal tan violento como el de la noche pasada. Por todos la-dos estaban esparcidas las marcas de su empeño. Parecía que un hacha gigantesca había alcanzado árboles y postes para dejarlos agonizando en el suelo. Muchos vieron su efecto más destructivo en el campo de golf. Allí los pinos habían caído empujándose como piezas de dominó, los sectores de arena estaban anegados, y el bien peinado césped era el lecho de un lago profundo y definitivo en cuya superficie flotaban al garete infinidad de ramas secas. Todo correspondía a una geografía nueva recién diseñada, como si debajo de aquel paisaje desolador hubieran quedado aprisionadas diferentes especies destinadas a permanecer muertas y olvidadas hasta que llegara el día lejano en que los arqueólogos decidieran ocuparse de ellas. Alguien afirmó que pese a que el cielo recuperaba paulatinamente su limpidez, el temporal no había pasado. A una conclusión parecida llegó Jean-Claude cuando con dos amigos hizo una rápida recorrida por el lugar.
-Esto es espantoso, -les dijo- ya no tiene sentido que me quede aquí. ¿Qué haría en este lugar si no puedo jugar al golf? Lo mejor es que me vaya a París.
Los dos le dirigieron una mirada aprobatoria y comprensiva, porque pensaban lo mismo. Luego volvieron la vista hacia el desolado paisaje y descubrieron que el sol acababa de aparecer en el cielo, como una broma de mal gusto.
En la parte trasera del cobertizo, la Vieja contaba su dinero como un avaro mitológico que en el sótano de su casa verifica las monedas de oro que guarda en un cofre. La tarea se agotó pronto, en los catorce pesos que constituían todo su capital, pero ella no se lamentó. Estaba acostumbrada a que la plata siempre fuera poca, a partir de que los doscientos pesos men-uales de la pensión que ya no recordaba cómo había conseguido, le parecían una miserable cantidad. “Habrá que hacer economías”, reflexionó. Se rió. “¿Más economías?” Si no se ocupaba de otra cosa, como si estrujar cada centavo antes de gastarlo no fuera en sí mismo un ejercicio agobiante. “Pero la plata viene y va, se dijo. Mientras haya para la comida y para que José pueda comprarse unos caramelos de vez en cuando, las cosas están bien. (¿Están bien?) José el pequeño que le ponía sobre la piel esa alegría tan rara con sólo despertarse o volver del colegio, con sólo estar en el cobertizo haciendo sus trabajos escolares o jugando con sus pobres autitos”. Eso era lo que debía sentir la gente por sus hijos. “Pero... ¡carajo, ¿y por qué ella no? si era tan madre del chico como si lo hubiera tenido nueve meses en la panza, y a veces, hasta sentía que todavía lo llevaba allí! Ya saldrían adelante. José crecería y se convertiría en un hombre importante, eso era lo que iba a pasar. ¿Iba a pasar? ¿Y si verdaderamente pasaba... permitiría la sociedad sombría en que vivían que pasara? ¿Y estaría ella allí para verlo y gozarlo? ¿Era eterna para pretender permanecer junto a José sin límite de tiempo? No, las madres y los padres alguna vez se mueren, y sus hijos, por mucho que lo sufran, deben seguir como si nada hubiera ocurrido, no tienen otra opción, pero, ¿en qué fantasía se estaba metiendo? ¿cómo dejaba que esos sueños la adormecieran? Aunque... ¿qué otro remedio tenía? Era una desgracia pero estaba obligada a admitirla: José, y por lo tanto ella, no tenían escapatoria? Especialmente José... especialmente los dos”. Tal vez era mejor volver a sus sueños tontos, algo así como mirar para otro lado. Eso tampoco le gustaba porque le parecía que era como emborracharse... “¡Justamente ella, que no había bebido una gota de alcohol en toda su vida! No. Lo más importante era continuar empecinadamente para adelante, tratar de no pensar, embrutecerse limpiando hasta lo que no podía limpiarse o lavando la ropa, como hacía siempre”.
El sargento de la Ertzaintza (8), Patxi Eizagirre era un gigantón que a pesar de sus cuarenta y ocho años, presentaba la curiosa combinación de jubilado prematuro y árbitro de pelota a mano. Su cuerpo fornido y macizo lo obligaba a un andar pesado y lento, a veces, con las enormes manos similares a mazas refugiadas en los bolsillos de la chaqueta, pero siempre con el rostro abierto. Como contrapartida, a pesar de todas estas observaciones que venía haciendo Josephine, de la preocupación y del enorme disgusto que ella tenía en ese momento, no dejó de parecerle un hombre muy atractivo. (Indudablemente sus sentidos continuaban alertas y y funcionando a la perfección.) Esa comprobación le hizo levantar un poco su alicaído estado de ánimo. Con presteza los condujeron al prolijo despacho del gerente, quien antes de salir ceremoniosamente les ofreció café, propuesta que la señora Barat pareció no escuchar pero que el sargento agradeció con franqueza no desprovista de cierto de entusiasmo. Hasta podría haberse creído que iba a pedir rosquillas, cosa que por supuesto no hizo. En cambio sacó de su bolsillo una vieja libreta de cuero y se dispuso a iniciar su trabajo. Oficialmente, la investigación había comenzado.
-Es usted la señora Josephine Barat. ¿Es eso correcto?
Era una observación tan formal como obvia, por lo que Josephine se limitó a contestar con un frío gesto afirmativo. El policía continuó, satisfecho como si acabara de llegar a una conclusión fundamental.
-Bueno, ahora que eso está establecido, tenga a bien decirme, ¿cuál es su lugar habitual de residencia?
-París.
-¿Y qué hace usted en España?
-Turismo, sencillamente eso. - Fue su fría respuesta.
-¿Hace muchos días que está aquí?
-Cuatro. Llegamos a Bilbao el lunes a las once de la mañana.
-Ah, Bilbo. -Comentó el policía para sí, denominando a la ciudad por su nombre en lengua euskera sin que ella comprendiera lo que aquella palabra significaba.
Afortunadamente Eizagirre prosiguió en seguida. -¿Cómo vinieron hasta San Sebastián?
-En el aeropuerto alquilamos un automóvil a Hertz.
-¿Está usted en buena situación económica?
A Josephine la pregunta le sonó extraña.
-¿Debo contestar a eso?
-Efectivamente. Es muy importante.
-Sí, muy buena. ¿Pero qué tiene que ver?
-Estamos ante un secuestro, y generalmente, el móvil de este tipo de delitos es obtener dinero. ¿No lo ha pensado?
-No. -Respondió Josephine secamente.
-Bien. Y la señora Röine Etagne, ¿también está en buena situación económica?
-Sí. Es una persona extremadamente acaudalada.
-Entiendo... Y ahora, por favor, dígame, ¿Había estado alguna vez en San Sebastián?
-Sí, varias veces.
-¿Tiene amigos en la ciudad?
-No.
-¿Y enemigos?
-Tampoco, pero la pregunta me parece absurda. - Contestó ella sin disimular su contrariedad.
El simuló no escucharla.
-¿Y en otro lugar del país?
-¿Amigos o enemigos? -Infirió Josephine con ironía.
-Es lo mismo, cualquiera de las dos cosas. Ambos son útiles para la investigación aunque debo decirle que prefiero los enemigos. Generalmente, son los que conducen a realizar algún arresto. En cambio, los amigos, nunca han visto nada. -Aclaró el sargento con naturalidad. -Dígamelo, por favor.
-Tenemos amigos en Madrid, y también algunos en Barcelona. ¿Es necesario que le dé sus nombres?
El sargento pasó por alto la pregunta y persistió en su trabajo.
-Pero no enemigos...
-... no, al menos que yo sepa.
-¿es que abriga dudas al respecto?
Por un instante Josephine creyó que jugaba con ella.
-Sargento, -Dijo a punto de dejarse arrebatar por sus nervios.- me confunde. Probablemente hay personas a las que les resulto insoportable, acaso hasta el camarero del restaurante o la mucama de la habitación me odien, pero al menos hasta ahora no han decidido comentármelo. No importa, lo que debo decirle es que he pedido que llamaran a la policía, es decir, que le llamaran, porque mi amiga, la señora Madelaine Röine Etagne ha desaparecido en forma extraña, y usted, en lugar de buscarla, se está dedicando a investigarme como si fuera yo quién acaba de cometer un crimen. Esto me resulta bastante irregular. Además, todas sus preguntas son formuladas en singular, como si yo hubiera venido sola. Eso me afecta sobremanera. Es como si...
Abruptamente, igual que un actor que hace saltar a su personaje de la tristeza a la alegría o viceversa, el policía cambió su gesto adusto por una expresión indefinida que acaso pretendía tener un tinte de cordialidad, pero paradójicamente, trató de ocultarla acariciándose la rubicunda mejilla con la mano derecha.
-... Mi estimada señora, -Dijo después con delicada amabilidad. -lamento ser el causante de su confusión, pero mucho más, que haga usted esa interpretación de mi actitud. En primer lugar, hablo en singular porque estoy frente a una sola persona, y no frente a dos, desgraciadamente, como sabemos, su amiga no está aquí, y fácilmente podría inferirse que contra su voluntad. Pero deseo que sepa que me cuesta sobremanera hacer preguntas, particularmente dentro del terreno profesional, y mucho más, si debo formularlas a una mujer tan encantadora como usted, a la que sería apropiado hablarle de cosas más gratas. Ocurre que los vascos no somos naturalmente desconfiados, cosa que llevo en la sangre y no puedo sustraerme a ella, pero desgraciadamente, mi oficio me obliga a serlo, lo cual me disgusta. Admito que todo esto pueda resultarle chocante, especialmente en su situación, pero comprenda... es mi obligación. Por otra parte, para tener éxito debo contar con un punto de partida por mínimo que sea, y es primordial que trate de saber quiénes y cómo son usted y su amiga, qué vinieron a hacer, si cuentan con relaciones en mi país, si es que las tienen, si alguna vez tuvieron diferencias con alguien... cualquier contacto por banal que parezca, puede ser útil, sencillamente, porque no las conozco, y ocurriría lo mismo si las conociera, pero para mí, y no lo malinterprete, es como si las dos hubieran nacido cuando sonó el teléfono para notificarnos lo sucedido.
Por un segundo Josephine olvidó a Madelaine y a su desaparición. El sargento Eizagirre se había expresado con tanta justeza, además de encontrarla encantadora y de recordarle que era una mujer digna de atención, que consiguió por ese exiguo lapso de tiempo distraerla de sus tribulaciones. Sin embargo, estas retornaron de inmediato. A pesar de eso, quiso corresponder a la honestidad del policía.
-Le entiendo sargento, pero usted comprenderá que mi ofuscación es lógica. Nunca me había sucedido una cosa así, y tampoco a Madelaine. También debo decirle, que es la primera vez que tengo tratos con la policía, y no hay nada peyorativo ni una segunda intención en este comentario, pero es algo para lo que tal vez se requiere alguna experiencia... o debería decir ¿entrenamiento? si es así, confieso no tenerlo.
-Está bien, nada de eso está en discusión. Sería absurdo pensar que está acusada de algo... no somos rivales, pero ¿sabe usted? a diario me encuentro con gente muy peculiar: los inocentes suelen parecer culpables y los culpables inocentes. ¡Qué ironía!... ¿Verdad? Uno termina no reconociendo quién es quién, en medio de esta realidad desconcertante estimulada por las pasiones y las emociones, casi nunca por la inteligencia. Pero discúlpeme, no creo que mis opiniones y mis análisis sean oportunos... sólo trataba de responderle. De todas maneras, volviendo al asunto, quisiera no animar en usted falsas expectativas, pero pienso que lo de su amiga se debe a una incomprensible confusión. Claro que esto es sólo un presentimiento, una conjetura, si lo prefiere. Aunque tampoco descarto que siendo su amiga una mujer muy rica, en cualquier momento recibamos una llamada pidiendo un rescate. Muy pronto sabremos a qué atenernos... o si estoy equivocado aunque admito y esto es lo peor, que me equivoco con más frecuencia de la deseable, al revés de lo que hacen los buenos investigadores. Excúseme también por esta sinceridad, pero ya ve, pongo todas las cartas sobre la mesa, y vueltas hacia arriba. - Concluyó el sargento.
Aquellas palabras hicieron que por primera vez se sintiera bien desde la desaparición de Madelaine, tal vez, porque a pesar de las diferencias que habían mantenido en un principio, el policía le infundía alguna clase de seguridad. Era mucho más de lo que había esperado.
8 Policía autonómica de Euskadi.
sábado, 4 de agosto de 2007
Capítulo 13
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