jueves, 9 de agosto de 2007

Capítulo 18

18

La escenografía de los barrios pobres de las grandes capitales y de las zonas que los rodean, parecen ser el resultado de un intento desgraciado o de un error meditado. En ese decorado, frustrado por su situación, Romualdo penetraba en el inexistente colorido de una triste mañana neblinosa. Dominado por sus pensamientos, no advirtió que un coche policial comenzaba a marchar lentamente a su lado para luego detenerse. Sólo reparó en su presencia cuando desde el interior uno de los dos policías le gritó a viva voz:
-¡Che, vos, parate ahí!
Romualdo se detuvo mientras el agente, tal vez dominado por su propia gordura, descendía sin demasiado apremio del vehículo. Se le acercó y lo increpó con dureza.
-¿Que andás haciendo por acá?
-Sólo estoy caminando. No creo que esté prohibido. -Atinó a contestar. El otro pareció incomodarse.
-Así que te hacés el gracioso. Vamos a ver si en la Comisaría conservás las ganas de contar chistes.
-No estaba haciendo ningún chiste. Usted me hizo una pregunta y yo la contesté. -Insistió Romualdo.
El policía pareció no escuchar.
-Vení, subí al auto. Te vamos a llevar para ver si largás todo lo que tenés en el buche, por ejemplo, adónde estabas anoche cuando se robaron los televisores. - Otra vez la condena aparecía antes de la culpa.
-¿De qué está hablando? -Preguntó el muchacho.
-Eso lo vamos a averiguar después, y ahora subí -dijo abriendo la puerta trasera- y no nos hagas perder más tiempo. No tenemos toda la mañana para estar acá chupando esta humedad de mierda.
El agente lo tomó con fuerza de un brazo y lo introdujo violentamente en la parte trasera del vehículo. El coche partió velozmente haciendo sonar de manera descomedida su sirena, como si comunicara airosamente que en un acto de inusitado arrojo, la policía acababa de capturar al criminal más peligroso del país. En tanto, María esperaba en el bar sin saber que Romualdo no llegaría. Tratando de disimular el tiempo que transcurría pesadamente, demoró en beber su café pero sólo consiguió que se enfriara y terminara resultándole insoportable. Pasada más de media hora, pensó que algo debía haber ocurrido y entre temerosa y disgustada, salió a la calle sin prever ningún rumbo. ¿Qué debía hacer? ¿Sería lo más conveniente volver a su casa a esperar el llamado de Romualdo? ¿O debía acercarse a la de él? “No, allí no la conocían, sería como interferir en asuntos de otros”. Pero fue precisamente lo que decidió hacer. Entonces recordó las palabras del muchacho: “La tercera calle después de la vía... si se le podía llamar calle”. Allí, en la cuarta casilla vive La Vieja. Si tenés urgencia por encontrarme vas tranquilamente y se lo decís”.
Llegó cuando la luz opaca de la tarde comenzaba a acobardarse por anticipado frente a las primeras tinieblas. Entre el sonido de chicos que lloraban, y la mirada angustiada de perros roñosos y distraídos que la seguían sin curiosidad, María llegó al cobertizo. Sin nadie a la vista tuvo que golpear las manos para anunciarse. Transcurrieron apenas segundos hasta que se corrió la lona que hacía las veces de puerta para dejar paso a una anciana. Separadas por una exigua distancia la miró con algo que ella tradujo de inmediato como desconfianza. En verdad, malograda por la luz ya casi inexistente, La Vieja sólo veía una sombra difusa, pero sabía que esa sombra había llamado.
-Si... ¿quién es? -Preguntó con voz atiplada.
-Yo... María. -Se anunció la muchacha.
La Vieja avanzó hacia ella buscando sacar una sonrisa de alguna parte. Desgraciadamente, no las guardaba en ninguno de sus bolsillos.
-María... -Repitió, mientras que ya a su lado la miraba como si se tratara de un prodigio. “Si, Romualdo no había exagerado nada”, pensó. La muchacha era tan linda y fresca como él la había descripto. -Pasá María, pasá... -Dijo con la voz cargada de hospitalidad.
La muchacha la siguió hasta el interior del cobertizo.
-Sentate, sentate... -le dijo con una dulzura que no era habitual en ella. -¿Qué andás haciendo por acá?
María se sentó no sin antes dar las gracias y apresuradamente comenzó a hablar.
-Mire señora...
La Vieja la interrumpió.
-... ¿qué es eso de señora?...
La muchacha pareció aterrarse. La anciana se dio cuenta del efecto de su reacción y aclaró de inmediato.
-... sabés que pasa. No estoy acostumbrada a que me llamen “señora”. Para todos soy La Vieja, menos para José que me dice “mama”, ¿sabés quién es José? -María todavía un poco asustada, hizo un gesto afirmativo. -Está bien. -continuó- y Romualdo a veces también me llama así, pero es “La Vieja”, como te dije. Y ahora contame, porque con tantas explicaciones no te he dejado hablar. ¿A qué has venido? ¿Precisás algo?
Más calmada, la muchacha comenzó a explicar la razón de su visita. La Vieja no pareció darle mucha importancia al asunto, pero poco a poco la preocupación se le fue subiendo a la cara como si fuera fiebre.
-Lo que más me llama la atención, - apuntó - es que Romualdo siempre es muy puntual.
-Claro que sí. -Aseveró María. -Cada vez que nos encontramos, él llega mucho antes que yo.
-Bueno, si querés te doy unos mates - propuso La Vieja -y nos hacemos compañía mientras lo esperamos. - La anciana hizo una pequeña pausa mientras se levantaba. -Tal vez fue a ver un trabajo y se retrasó, ya va a venir. (A sabiendas, reclamaba de María una tranquilidad que ella misma empezaba a perder.) Entonces llegó Ramón.
-Quería saber si por aquí se ha conseguido trabajo.- Comentó a manera de saludo.
-Lo único que ha logrado el jovencito es dejarla plantada y disgustar a la novia con su demora... y aquí lo estamos esperando. -Le informó La Vieja. -¿Y vos?
-Yo tampoco encontré nada... Bueno, al menos él, -bromeó- tiene una novia muy linda, no me lo había contado. -María se ruborizó, y La Vieja saltó con su consabida picardía.
-¿Qué querés? Cuando se trata de una golosina así, no va a salir a repartirla como si fuera un puñado de caramelos. Pero me preocupa que ya es de noche, y si Romualdo no viene pronto, no quiero que te vayas sola a tu casa.
-Yo puedo acompañarla. -Ofreció Ramón.
-Creo que es lo mejor, ¿y a vos María? - Opinó La Vieja. -Si, pero... -insinuó la muchacha. - me gustaría que...
-... ya sé lo que te gustaría... quedarte como un centinela hasta que llegue. ¿Y qué vas a ganar? Que tu familia se inquiete y entonces en vez de un lío tengamos dos. Dejá que Ramón te acompañe y andate tranquila. En cuanto el muchacho venga ya vamos a encontrar la forma de hacértelo saber, te lo prometo.
Ayudada por la anciana, María se puso su sacón marinero, y antes de salir, le dio un beso que La Vieja retribuyó.
-Chau Vieja, mañana me doy una vuelta. -Saludó el hombre casi desde afuera.
-Hasta mañana Ramón, gracias por la visita... y por acompañar a María. Romualdo te lo va a agradecer mucho.


Lo mantuvieron más de dos horas en un calabozo oscuro sin darle explicaciones. A pesar de eso Romualdo no estaba preocupado, porque confiaba en que tarde o temprano descubrirían que todo era una confusión. Pero le inquietaba María, que estaría desconcertada por su demora pensando vaya a saber qué cosas. Sus reflexiones fueron interrumpidas por una voz que llamó desde el otro lado de la reja.
-¡Romualdo Fernández!
No le dieron tiempo a contestar. La puerta del calabozo se abrió para dejar pasar a un policía fornido, de piel oscura y negro pelo de alambre.
-Vení, el principal te quiere interrogar.
El hombre lo condujo hasta una habitación pequeña y sórdida tan mal iluminada como la celda de donde venía, y sin otros muebles que una mesa estrecha y dos sillas rústicas. Le ordenaron que se sentara en una de ellas. Pero tuvo que transcurrir un largo rato para que llegara el anunciado principal. Era un hombre rubio, delgado y joven, de piel muy blanca. Su nariz estaba anormalmente achatada como si hubiera sido prensada, lo que daba a su rostro un aspecto antipático y lamentable. Cuando le habló con desdén, el tono disonante y agudo de su voz se correspondió con aquella impresión que transmitía su cara.
-Así que vos sos Romualdo Fernández.
-Si, soy yo. -Contestó Romualdo.
-¿Y que sabés del robo de anoche?
-Eso ya me lo preguntaron antes, y les dije que no sé nada de todo eso.
-¡Claro, tenés todo el aspecto de un inocente! - Dijo el principal al tiempo que con el revés de su mano le golpeaba la nariz. -Pero a mí no me lo vas a hacer tragar, por eso más te vale que me digas la verdad... ¡y pronto!
-Es que no sé nada... -Insistió Romualdo mientras se llevaba la mano a la nariz de donde fluía un rastro sanguinolento.
-Sargento, - Continuó el oficial. - no voy a seguir intentando que este imbécil confiese. Me voy a comer. Cuando vuelva quiero encontrarlo dispuesto a decirnos todo. Tenemos que entregar el informe rápido.
El sargento sonrió complacido como si acabaran de asignarle un gran trabajo. Cuando se quedaron solos el policía se puso de pie y dijo en un susurro:
-Ahora que nadie nos oye, porque no me contás toda la verdad y terminamos con este lío.
La nariz de Romualdo no había dejado de sangrar, y tal vez por eso contestó con obstinación.
-Ya dije toda la verdad.
El sargento le aplicó un fortísimo puñetazo en la boca. Romualdo cayó al suelo, y allí recibió un puntapié en la espalda, seguido de otro y otro. Quiso reincorporarse, pero un nuevo puñetazo lo desplomó definitivamente.
-¿Todavía no tenés ganas de hablar?
El prisionero no contestó porque casi no escuchaba. El sargento volvió a golpearlo sin detenerse hasta que Romualdo perdió el conocimiento. Entonces el policía, con la respiración entrecortada, se sentó y encendió otro cigarrillo que apretó con la desagradable sonrisa que tenía en los labios.

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