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Mientras esperaba al español, como él le llamaba, Baptiste se planteó algunas conjeturas sobre el tema que le preocupaba. ¿Por qué el anticipo enviado por ETA no había sido la mitad habitual y sólo le habían entregado veinte mil dólares? El pretexto de Manuel le parecía poco consistente. “Las dificultades actuales son transitorias. En cuanto el trabajo esté termina-do aparecerá el resto”, había dicho. Pero él tenía noticias sobre nuevas modalidades operativas de ETA, y sospechaba que el resto podía llegar de una manera poco agradable. Iñaki lo descubrió a sentado lejos de la ventana. Se acercó para recibir un mecánico apretón de manos y una sugerencia que no admitía contradicciones.
-Salgamos, es mejor que caminemos. Aquí somos como objetos colocados en una vidriera.
Sin hablar salieron del bar para tomar Pierre Charron hacia los Campos Elíseos. Después de superar el sector de la cuadra que a Stefandrel le pareció más oscuro, extrajo del bolsillo de su impermeable un pequeño envoltorio que discretamente puso en las manos de Iñaki, quién lo guardó prontamente en el abrigo.
-Cuando lleguemos a la esquina nos separaremos saludándonos efusivamente como dos amigos que acaban de salir de una fiesta. Tú seguirás por los Elíseos hasta la primera calle, es Marignan. Allí tomarás el metro en la estación Roosevelt hasta la estación Argentina, próxima a tu casa. Iñaki asintió con un gesto y siguieron adelante. Una vez llegados al punto prefijado actuaron tal como había sugerido Baptiste y después se separaron. No existía la menor posibilidad de que tuviera dificultad para encontrar la estación, porque su entrada era tan visible como un monumento emplazado en medio de la avenida. Compró su ticket, atravesó el molinete y descendió al andén. Abajo, tuvo la vaga sensación de que le seguían, pero la descartó de inmediato atribuyéndola a su imaginación. Muy pocas personas esperaban el metro, y también era muy reducida la cantidad de viajeros que venían en los coches. Aunque había asientos disponibles, permaneció de pie. El vehículo ganó velocidad y en pocos minutos llegó a destino. Iñaki descendió y se encaminó a la salida por la escalera mecánica. Cuando recorría la segunda escalera que lo llevaría a la calle oprimió nerviosamente el pequeño envoltorio que guardaba en el bolsillo, y caminando con premura siguió hasta el apartamento de la Rue des Acacias. Tenía que dejar su carga en lugar seguro, antes de volver a salir y visitar Madelaine.
Josephine y Patxi aún vivían el delicioso período que debían ocupar descubriéndose el uno al otro. A poco de llegar, Eizagirre ya había olvidado todo lo que tenía que ver con la misión que lo llevara a Francia. Después de hacer el amor con el mismo ardor de la primera vez, se deleitaron diseñando los pasos que los llevarían hacia un futuro compartido. Decidieron vivir en San Sebastián, en una pequeña casa en la afueras o en un apartamento en la zona céntrica, en realidad no importaba, lo fundamental era estar juntos. Comenzaban a disfrutarlo jugando placenteramente con las ideas, cuando sonó el teléfono. Josephine levantó el tubo.
-Aló... sí, aquí está... un momento. Es para ti.
El policía tomó el tubo decididamente.
-Sí, soy Eizagirre, ¿qué sucede?
La notificación fue tan concreta, como la reacción de Eizagirre.
-Voy para allá. - Dijo Patxi para dar por terminada la comunicación. Luego comenzó a vestirse apresuradamente.
-Debo irme. -Agregó como única explicación.
Mientras se levantaba de la cama, ella preguntó:
-¿Es algo grave?
-No lo sé, tal vez estemos llegando al corazón de la madeja. - Josephine lo abrazó atemorizada y él continuó. -Quiero pedirte que no te preocupes, acaso sea sólo rutina. Te llamaré en cuanto regrese al hotel.
Poco después, exactamente a las once y cincuenta de la noche, el Inspector Lancleau lo recibió justificándose.
-Lamento haberlo molestado Eizagirre, estando usted en buena compañía, pero... - La respuesta no se hizo esperar.
-No es necesario que se excuse. He venido a París a cumplir una misión y de eso se trata. - Admitió secamente, después preguntó: -¿Qué ha pasado?
-Sorprendimos una entrevista en un bar entre Stefandrel y ese Barrenechea. Todo fue muy breve. Apenas llegó su compatriota...
-...¿Mi compatriota? Reaccionó el vasco como si le hubieran dicho que un reptil venenoso podía ser su compatriota.
-Está bien, excúseme... llamémosle como usted quiera. Lo cierto es que a poco de encontrarse, los dos ganaron apresuradamente la calle. Quienes los vigilaban pudieron observar que Baptiste le entregaba algo, parece ser que se trataba de un pequeño envoltorio. Se separaron en los Campos Elíseos y Barrenechea tomó el metro para ir a su casa. Allí está ahora. En cambio, Stefandrel se dirigió al Julio Verne. Lo extraño es que el restaurante, según hemos sabido, esta noche no funciona debido a un problema sindical. ¿Qué fue a hacer allí a estas horas? No pretenderá romper una huelga con el mérito de trabajar en la atención de fantasmas... -Terminó diciendo Lancleau con un inesperado destello de humor.
-¿No habría que averiguarlo? Preguntó el vasco. -Tengo gente en el lugar. - Respondió el Inspector.
-Guardo la mejor opinión de ellos... pero me refería a nosotros.
Lancleau era un hombre de decisiones rápidas y no necesitó ningún otro estímulo.
-Tiene razón. ¡Vamos! -Dispuso sin titubear, pero en el momento de salir se detuvo, como si súbitamente se le hubiera ocurrido algo. Entonces llamó al asistente que estaba de turno esa noche y emitió sus órdenes de manera precisa.
-Escuche Bertaud, localice con urgencia al propietario del Julio Verne, y averigüe si hay algún miembro de su personal autorizado para permanecer de noche en el lugar. Si la respuesta es negativa, dígale que se dirija allí inmediatamente llevando las llaves del local, pero que no entre. Conviene que se acerque a uno de los patrulleros y pregunte por mí, le estaré esperan-do. Y usted, una vez que concrete el contacto, hágamelo saber a mi coche. - Después abandonó aceleradamente la oficina seguido de Eizagirre. Cuando los dos llegaron a las cercanías de la Torre, encontraron a un discreto número de policías vestidos de civil, y un poco más lejos, a un pequeño grupo de gendarmes fuertemente armados. El que parecía dirigirlos se acercó al Inspector para informarle que la única novedad consistía en que el dueño del Julio Verne se encaminaba hacia allí.
-Bien. ¿No han observado llegar a otras personas, luces o algún movimiento en el interior? - Preguntó Lancleau.
El policía respondió prontamente.
-No,nadie. Adentro permanece sólo el sospechoso. En algún momento me pareció ver el haz de una linterna pero no podría asegurarlo, tal vez se trató de un reflejo, es posible...
La conversación fue interrumpida por el aviso de la llegada de Mr. Pierre Delevraux, ya presente en uno de los patrulleros.
-Bien... vamos a ver qué puede decirnos este buen hombre. - Comentó Lancleau dirigiéndose a Eizagirre, mientras lo tomaba de un brazo para que lo acompañara. Al encontrarlo, tendió la mano al recién llegado. Tenía aproximadamente sesenta años, era canoso, de baja estatura y estaba correctamente vestido.
-Monsieur Delevraux, soy el Inspector Lancleau y conmigo -dijo señalando a Patxi- el sargento Eizagirre de la Policía Española. Le agradezco que haya venido y su celeridad para hacerlo. Sé que le causo una incomodidad, pero créame, tengo motivos para actuar de esta manera.
-Lo comprendo Inspector. Y aprecio que se hayan movido con tanta rapidez ante la presencia de un ladrón...
-... ¿un ladrón? - Dijo dubitativo Lancleau. - ¿Quién le ha dicho que se trata de un ladrón?
-Nadie. Simplemente lo he supuesto, pero si no es así ...-Insistió tímidamente Delevreaux buscando una respuesta.
-Ojalá lo supiera, pero no importa, le prometo averiguarlo muy pronto. Para comenzar a hacerlo, necesito las llaves del restaurante. ¿Las trae consigo? El hombre no dijo una sola palabra, y sin dudarlo extendió lo que le requerían, indicando a cuál correspondía a la puerta principal. Recién después aclaró:
-Las restantes pertenecen a las oficinas y los depósitos. Lancleau las tomó y formuló una recomendación.
-Y ahora, le sugiero que espere en uno de los autos. Me desagradaría atemorizarlo, pero no sabemos qué nos espera. Delevreaux siguió su indicación y él se dirigió hacia la Torre seguido por Eizagirre y tres gendarmes uniformados.
Ya en su apartamento, Iñaki escondió el envoltorio que Manuel iría a buscar por la mañana. Después, volvió a la calle listo para salir, y descubrió un automóvil con dos pasajeros estacionado frente al edificio. Pese a que el vehículo no tenía ninguna identificación, sospechó que pertenecía a la policía. Preventivamente volvió al ascensor y regresó arriba. Llamaría a Madelaine y postergaría la cita. “Pero... ¿y si su teléfono estaba intervenido?” -pensó- “Localizarían a Madelaine y ella quedaría comprometida. Si eso sucedía, ¿cómo iba a justificar su relación con él?” Dejó pasar algunos minutos, y desde la ventana que daba a la calle comprobó que el auto seguía allí. Decidió que lo mejor era esperar, encendió un cigarrillo y se sentó en uno de los sillones del salón.
En tanto, a Madelaine la intranquilizaba que Iñaki no llegara. Poco a poco comenzó a llenarla una opresiva sensación de angustia. ¿Le habría pasado algo? ¿Estaría en manos de la policía? No, claro que no. El era demasiado astuto, además, según le había dicho, “no estaba identificado por las autoridades francesas”. Pero eso, ¿cómo saberlo? Los gendarmes no hacían listas públicas con los nombres de todos los sospechosos. No era necesario caer en un desborde de inteligencia, para aceptar que resultaba imposible saber si alguien estaba o no fichado por la policía. Se reprochó no haber pedido a su amante un número de teléfono o una dirección donde ubicarlo. Después pensó que él no le hubiera dado esa información para no vincularla con sus actividades y evitarle contratiempos. Estaba segura que esa hubiera sido la actitud de Iñaki...
Ocupados con su misión, Lancleau, Eizagirre y los tres hombres que los acompañaban, abrieron la puerta del restaurante Julio Verne y entraron evitando producir ruidos y encender las luces. Se separaron en dos grupos, y comenzaron a desplegar un lento pero cuidadoso reconocimiento guiados por sus linternas. El salón no ofrecía especiales sorpresas. Las sillas estaban colocadas de revés sobre las mesas, respondiendo a una disposición que parece habitual en esos lugares cuando dejan de atender a los parroquianos. Eizagirre y dos gendarmes se dirigieron a las oficinas, mientras Lancleau con otro gendarme se encaminó hacia los depósitos. Dieron con un pequeño corredor al final del que había una puerta que dejaba filtrar un delator rayo de luz. El Inspector señaló esa circunstancia a su acompañante, y con otro gesto le indicó que estuviera preparado para entrar en acción. Cuando llegaron a la puerta, Lancleau la abrió con violencia y se introdujo pistola en mano, mientras el gendarme lo seguía con su arma preparada. Allí sorprendieron a un hombre de cara angulosa manipulando unas cajas prolijamente estibadas. El Inspector advirtió el contenido de aquellos bultos, y enfrentó al supuesto desconocido fríamente diciéndole con voz muy calma:
-Monsieur Baptiste Stefandrel, me complace presentarme. Soy el Inspector Julien Lancleau de la Sureté. Lamento interrumpirlo en medio de sus importantes obligaciones, pero tengo una pregunta que tal vez le resulte un tanto indiscreta. ¿No le parece que este es un sitio demasiado elegante y la hora poco aconsejable para estar jugando con explosivos?
Absolutamente recuperado, el hombre lo miró con despectiva frialdad.
-Es probable, pero el juego puede terminar si sólo disparo sobre estos pequeños dulces.
-Monsieur Stefandrel, -dijo el policía manteniendo una inexplicable calma -se burla usted de mi inteligencia. En primer lugar, no tiene usted un arma a la vista para hacerlo. Luego, y es algo que los dos sabemos, que para que este tipo de material explote se requiere algo más que un simple disparo. Se precisa un detonador especial, y no lo veo en sus manos.
Atraídos por las voces, irrumpieron Eizagirre y los dos gendarmes que le acompañaban. Lancleau les ordenó que esposaran a Stefandrel, y que se reclamara urgentemente la presencia de los especialistas en explosivos. Cuando se llevaron al prisionero, el Inspector se dirigió Eizagirre contemplando las cajas que habían quedado abiertas.
-¿Qué le parece este regalo? Bellísimo, ¿verdad?
Pasmado, sin poder quitar la vista de los explosivos, el español comentó:
-Suficiente para convertir a la Torre Eiffel en un hermoso recuerdo.
-Lo que no entiendo, - se preguntó el Inspector - es qué hacía este hombre aquí. Suele decirse que el asesino siempre regresa al lugar del crimen... pero nunca antes de cometerlo.
-Es cierto, no parece tener sentido.
-Pero tendremos que encontrárselo. -Subrayó Lancleau. - Cruzaron rápidamente el salón del restaurante, ahora iluminado a pleno y el Inspector hizo un nuevo comentario. -No creo que pueda agregar nada de interés, pero comenzaremos hablando con Monsieur Delevreaux. Después de todo, es el dueño de este lugar. ¿Cómo permitió, por descuido o distracción, que se convirtiera en una Santa Bárbara?
miércoles, 22 de agosto de 2007
Capítulo 31
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Ricardo Antin,
sur paredón y
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