martes, 21 de agosto de 2007

Capítulo 30

30

La reincorporación de Romualdo fue apenas una ilusión. Pasados pocos días, los dirigentes gremiales de la fábrica declararon una huelga que dentro de las circunstancias resultaba totalmente inoportuna. Pero su afán por mantener incomprensibles privilegios, su falta de capacidad, sus compromisos con políticos oscuros o diversas razones de conveniencia que se mantenían en la penumbra -y también la mezcla de todo eso- les hizo cometer el error de no sopesar debidamente la crisis que profundizaban, creada también por la nueva modalidad de trabajo que se acababa de programar en la misma planta. Se trató de una medida inexplicable y exagerada. Ni siquiera les sirvió la experiencia de haber cometido errores similares a lo largo de los tiempos, tal vez, porque codicia, ignorancia y avaricia no son precisamente virtudes que estimulen la buena memoria. Tampoco tuvieron a la vista la desastrosa situación económica generalizada que tenía a la desocupación y a los bajos salarios como fuerzas centrales que motorizaban la frustración, el desencanto y la más absoluta carencia de futuro. Pero ellos no eran los únicos responsables, también lo fueron los obreros que apoyaron la medida con el mismo entusiasmo con que atiborraban una cancha de fútbol. Todo acababa siendo lo mismo: el trabajo, el deporte (o un supuesto deporte). Era algo asumido sin seriedad, igual que un pasatiempo que se aborda a la ligera para después pasar al siguiente, el que por supuesto será tratado con idéntica desaprensión.
La empresa respondió con presteza, lanzando un plan de suspensiones que por razones curiosas no demasiado bien explicadas -la más probable podía leerse como una torpe represalia- alcanzó primero a los operarios recién reincorporados. Y Romualdo, que junto a María se estaba animando a enhebrar sus primeros proyectos para el futuro, sintió que esos proyectos no tenían demasiado sentido, o peor aún, que era tonto planteárselos sin contar con los medios que permitieran darles la forma real parecida a sus esperanzas. Sin demasiada sorpresa, comprendía que el mundo no era bueno y mucho menos amistoso, y que los poderosos, cumplían su rol de habitantes de otra galaxia aunque vivieran a unas pocas cuadras, alejados con desinterés de las penurias de la mayoría. Lo peor era que para esa mayoría no se presentía la menor perspectiva a favor, ya que también en este caso, las preguntas eran mucho más nu-merosas que las respuestas. Si bien gran cantidad de dirigentes -políticos, empresarios y sindicalistas - resultaban los principales responsables de la situación, la gente también tenía alguna culpa. Por haber seguido a falsos ídolos, por haberlos sostenido con su fanatismo o con su temerosa obsecuencia, también con su cobardía. Y por haber elegido casi siempre mal -acaso porque no se disponía de nadie mejor a quien elegir- y posiblemente, también hay que aceptarlo, porque permanentemente debió enfrentar opciones incompletas o falsas, lo que probablemente haya sido parte del juego. Tampoco debe descontarse -¿por qué no?- la presencia de un poder exterior que influía sobre todo lo que debía hacerse y al que había que someterse sin siquiera la opción de un remoto sueño de libertad. En ese clima pesado y hostil, todos continuaban engañándose al soñar con una ayuda que nadie estaba dispuesto a acercar. Entonces, acababan diciéndose que ya no habría transformaciones ni movimientos sociales, como aquellos de los que únicamente quedaba el recuerdo en medio de una leyenda lejana, brumosa y hasta cierto punto improbable. La actualidad sólo les entregaba el concepto de un mundo fantasmagórico unido por formidables cadenas de computadores frías. Era como si una larga historia cargada de frustraciones, de falta de previsión, de confrontaciones inútiles, de inoperancia, de estúpida vanidad en algunos y de ridícula soberbia en otros se aprestara para llegar a su fin. Un fin que todavía no estaba cercano, pero cuya presencia podía palparse en la angustia de una dolorosa y prolongada agonía.

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