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Después de un vuelo plácido el avión que llevaba a Madelaine y Josephine, aterrizó puntualmente en Bilbao. Alquilaron un coche y enfrentaron la autopista que después de noventa kilómetros las dejaría en San Sebastián. El recorrido que dispusieron obedecía sumisamente a las determinaciones de la geografía dejándoles descubrir pintorescos pueblecitos: Eibar, Alzola, Deba, Zarautz. Alternativamente subiendo y bajando, aparecían a los costados interminables secuencias que componían un paisaje donde alternaban los sembradíos con los bosques de pinos, encinas, robles y castaños elevándose por las laderas de los montes hasta sus cimas. Y de tanto en tanto sobre la izquierda, una lengua de mar se atrevía a penetrar en alguna playa rodeada de acantilados. Disfrutaron en silencio de aquel panorama que contemplaban por primera vez, ya que en viajes anteriores habían entrado a España atravesando Los Pirineos.
Tal vez el setiembre europeo no era la época más propicia para instalarse en un lugar marítimo, cuando el otoño, como había ocurrido en Francia, parecía estar muy apremiado por llegar. Pero sabían que el clima no cuenta demasiado, y que cualquier sitio es adecuado para vivir sin obligaciones. Al llegar tomaron una habitación en el Hotel Costa Vasca, próximo a la playa de Ondarreta. A la hora de la cena bajaron al restaurante del hotel donde las recibió un maitre cordial pero extremadamente parco. Pidieron ostras, luego un exquisito lenguado a la plancha, y una botella de Albariño, ese delicioso vino gallego. La comida transcurrió mientras preparaban los planes para el día siguiente. Era como si un tardío frenesí juvenil se hubiera apoderado de ambas, alimentando el deseo de ver y de hacer cosas nuevas, como dos adolescentes que encaran sus primeras vacaciones sin la vigilancia de sus padres. Se acostaron sin dejar de hacer proyectos, y continuaban en eso cuando Madelaine preguntó:
-¿Sabes que ya son las dos de la mañana?
-No. He decidido no mirar el reloj durante este viaje.
-Pero deberíamos dormir, ¿no crees?
-Así es. Hasta mañana. -Replicó su amiga mientras suavemente cerraba los ojos.
-Hasta mañana. -Susurró una voz ya viajando hacia el sueño.
Al día siguiente, como si no les bastara el escenario de la ciudad, se encontraron tejiendo comentarios sobre ella.
-Qué maravillosa es San Sebastián. - Dijo Josephine.
-Sí, es cierto. Tiene la extraña cualidad de estar pasada de moda, y eso mismo parece darle un cálido aire de actualidad siempre renovada. Como si el tiempo fuera siempre el mismo, con el pasado fusionándose constantemente con el presente y acaso, también con el futuro alimentándose uno a otro. Te confundo, ¿verdad?- Se excusó Madelaine.
-No, nada de eso, es que la tuya parece algo así como una concepción filosófica. -Respondió su amiga con admiración.
-Creo que lo es. Pienso que al mismísimo Priestley (7) no le hubiera disgustado, por eso, no le quites jerarquía diciendo simplemente que “parece”. -Contestó prontamente su amiga con fingida seriedad.
-No fue mi intención desmerecerte porque eso es lo que me gusta de ti... que puedas saltar del comentario más trivial a la reflexión más profunda. Lo haces con la misma naturalidad que utilizarías para contarme un desfile de modas. -Respondió su amiga con admiración.
-Ahora quieres halagarme...
-... ¡Claro que no! Te lo digo seriamente.
-Está bien, te creo. - Afirmó Madelaine tratando de conseguir que concluyeran los elogios.
Las dos amigas siguieron disfrutando los días que pasaban velozmente. En ese ir y venir que las dominaba, llegaron un mediodía a un típico y acogedor restaurante llamado Txokolo, ubicado en la zona céntrica sobre el número 4 de la calle Manterola. Allí compartieron un enorme bife de buey y bebieron vino rojo en unos vasos gigantescos riendo ante esa curiosa novedad.
-Pensar que cierta vez me burlé de Jean-Claude comparándole con un marinero bebiendo café negrísimo y denso en un bar de Marsella. ¡Qué diría si ahora me viera! - Recordó Madelaine.
-Tal vez diría que eres feliz. - Adujo con naturalidad Josephine.
-Sí. Tienes razón.
-Podríamos brindar por eso. ¿No crees? -Dijo su amiga levantando su vaso con las dos manos. Entonces Josephine llamó la atención sobre un hecho.
-Desde que estamos aquí es la primera vez que mencionamos a un hombre. Estaba comenzando a creer que podíamos vivir sin ellos.
-Está bien, pero no les demos a esas cosas un significado tan puntual. - Replicó Madelaine.
Como dos turistas convencionales volvieron a hablar de lo que las rodeaba. Concluido el almuerzo salieron y a caminar por la calle San Martín. Cuando llegaron a la cercana catedral y levantaron la vista para contemplar las altas torres. Cuando bajaron la mirada, Josephine sugirió que entraran, pero Madelaine la detuvo tomándola de un brazo, como si quisiera convencerla más con el gesto que con las palabras.
-Prefiero no hacerlo. Es algo extraño, pero me faltan ánimos para encontrarme con Dios en este momento.
-Pensé que no hacían falta. -Comentó su amiga con candidez. Pero no dijo nada. Le pareció que lo más oportuno era mantenerse callada.
7 Dramaturgo inglés que en algunas piezas teatrales desarrolló interesantes teorías sobre el tiempo. Pueden citarse Esquina peligrosa, El tiempo y los Conway , Ha llegado un Inspector y Yo estuve aquí una vez.
miércoles, 1 de agosto de 2007
Capítulo 10
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