sábado, 11 de agosto de 2007

Capítulo 20

20

El día siguiente también se presentó deslucido. La humedad aplicaba su viejo hábito: filtrarse en las cosas como si quisiera instalarse en ellas para después destruirlas desde adentro. A media mañana, María pidió permiso en el hospital y regresó a casa de La Vieja. La encontró muy angustiada porque Romualdo no había vuelto, pero con una decisión: iba a presentar en la comisaría una denuncia sobre la desaparición del muchacho. Se sabía cargada de entereza y no iba a dejar a la pobre mujer sola, en medio de la situación. Por otra parte, “Romualdo también era asunto suyo, sí que lo era”.
-Yo la acompaño Vieja, vamos juntas.
-Ah no, -fue la respuesta- ir a la policía no es cosa para una muchacha como vos. Esos son todos unos guarangos, ¿sabés? y te pueden hacer pasar un mal momento. Yo voy tranquilamente y vos me esperás acá. Conmigo no se van a meter, no se animarían, cobardes...
-No me importa, -insistió decididamente- no voy a permitir que vaya sola.
La anciana contuvo su apremio para estudiarla detenidamente. Entonces entrevió que detrás de la suave dulzura de María había cierta dureza en la estructura de su carácter en formación, cierta textura sólida que la capacitaba para enfrentar aquellas cosas que requerían una gran fortaleza. Ese descubrimiento era lo único que le faltaba para colocarla definitiva-mente dentro de su corazón, y como si la hiciera partícipe de una revelación, le dijo escuetamente:
-¡Caray, parece que sos de las mías!
María respondió con seguridad.
-¿Y le parece mal?
-¡Qué me va a parecer mal, -exclamó La Vieja casi a gritos- me parece que así tenía que ser, lo presentía, sabés... porque yo no creo en las casualidades, sólo los incautos creen en ellas.
-¿Que me está queriendo decir? No la comprendo...
Mientras terminaba de ponerse su viejo abrigo raído que alguna vez había sido de color beige, la anciana alcanzó a contestar: -Ya te lo voy a explicar algún día... ahora... tenemos cosas que hacer.
Cuando llegaron a la comisaría, La Vieja tomó del brazo a María, y entró con la misma decisión que hubiera exhibido un funcionario de alto rango. Con esa actitud se acercó al mostrador superando la densa barrera de humo y olor, producto de muchos tristes cigarrillos mal fumados. El aroma rancio del tabaco se mezclaba con el de un desinfectante de mala calidad creando una sensación asfixiante. Del otro lado del mostrador, un escribiente lampiño de pelo lacio y descolorido las miró con disgusto cuando se acercaron.
-Buenos días. -Masculló la anciana con un audaz tono imprecatorio.
El imberbe demoró su respuesta, acaso como un recurso para hacer valer la supuesta autoridad que presentía se le estaba desconociendo. Por fin se animó, y saludó secamente como si les hiciera una concesión desde la altura.
-Buenos días.
-Venimos a hacer una denuncia. -Adelantó La Vieja sin esperar que le preguntaran el motivo de su presencia.
-Van a tener que esperar. El principal a cargo está muy ocupado. - Respondió el joven policía semejando asumir el rol de un preciso contestador automático.
-Está bien, -dijo la mujer- esperaremos, si no hay otro remedio. -Guió a María a un frágil sillón de madera descolorida y se sentaron. Como podía presumirse el sillón era muy poco confortable, pero la incomodidad no impidió a La Vieja hacer un minucioso recorrido por todo lo que la rodeaba. Lo primero que observó fue el yeso descascarado del cielo raso, y después, que en las paredes recientemente pintadas comenzaban a reaparecer viejas manchas de humedad cuyo origen no había sido eliminado. “Chapuceros”, pensó, “ni siquiera saben gastar bien la plata... no les alcanza para pagar un buen trabajo porque se la roban toda... ¡si serán delincuentes!” Después se detuvo en un lateral, y dentro de su nicho estrecho, vio a una pequeña virgen polvorienta, que intentaba comunicar vanamente su mensaje de comprensión y piedad. “Qué mala suerte ha tenido la pobre”, fue su nuevo pensamiento. -Seguro que la tienen detenida. -Le comentó a María, mientras señalaba la imagen. Pero María no la escuchaba. Estaba pendiente de saber adonde estaba Romualdo. Era lo único que le importaba.

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