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Como consecuencia de la situación María y Romualdo postergaron su casamiento, pero no el deseo de vivir juntos. Los padres de la muchacha no disfrutaban una situación económica esplendorosa, pero disponían de pequeñas reservas y también eran dueños de una modesta casita que permanecía desocupada. Con generosidad y sin el menor atisbo de prejuicio la cedieron a la pareja para que al menos momentáneamente tuviera donde cobijarse. Nuevamente Romualdo se dedicó sin descanso a buscar trabajo, pero como ya le había ocurrido tropezó con las mismas dificultades para conseguirlo, dificultades generalizadas amenazando con convertirse en crónicas. María conservó su puesto en el hospital, y gracias a eso -también a una mínima ayuda de sus padres- se mantenían a fuerza de cuidar cada moneda con un celo enfermizo.
Una gris atardecer de sábado decidieron visitar a La Vieja. Había llovido durante los dos días anteriores y el paisaje lucía mucho más desolado de lo habitual. A ellos les parecía que ese invierno les envolvía con una crudeza como nunca habían conocido, y el clima fuera un enemigo adicional tan enconado igual a los otros que enfrentaban. Llegaron al cobertizo y la anciana los recibió con una alegría tan grande que parecía fingida, precisamente porque su reacción no resultaba natural en medio de todo lo que venía sucediendo.
-¿Cómo estás María? ¿Y vos muchacho? ¡Qué bueno tenerlos por aquí! Se ve que son corajudos para atreverse a venir con este día de mierda.
-Andábamos con muchas ganas de verla Vieja. ¿Qué importa el día? - Respondió la muchacha mientras la saludaba con un beso tan cariñoso como el que de inmediato también dejó Romualdo en su mejilla.
-Siéntense, siéntense. - Invitó La Vieja como si les diera una orden imposible de desobedecer, señalando las sillas que durante el poco tiempo transcurrido desde la última visita parecían haber acentuado su deterioro. -Voy a calentar agua para tomar unos mates... nos van a venir bien. Sólo debo agregar un poco de carbón a las brasitas. - Después salió en camino a la parte trasera del cobertizo adonde estaba el brasero y mientras lo hacía agregó un comentario. -Sé bien que es poca cosa, pero al menos es algo que todavía no me han podido sacar.
Los dos la aguardaron en silencio como si se prepararan para una ceremonia. La anciana regresó antes de lo esperado y se sentó frente a ellos todo lo plácidamente que le era posible en una vieja banqueta de tapizado poco memorable. La cara parecía hervirle de curiosidad.
-Y bueno... ¿Qué me van a contar de lindo?
-Antes que nada díganos como anda José. No lo veo por aquí.
-No está. Fue hasta la casa de un compañero para hacer los trabajos del colegio. Pero si querés saber como anda, te voy a decir que se porta muy bien, y claro, ya es todo un hombrecito... al menos yo lo veo de esa manera. No te olvides que los chicos tienen la mala costumbre de crecer.
-Es una buena noticia, en cuanto a nosotros, desgraciadamente, de lindo tenemos poco y nada para decir. -Contestó María tratando de no dejar escapar la tristeza que llevaba dentro, como si con esa actitud le hiciera un regalo secreto a La Vieja. Pero la destinataria del regalo pareció no escuchar y les dedicó otra pregunta.
-¿Y la casa? ¿Cómo se van arreglando?
Esa vez fue Romualdo el que respondió.
-Es chica pero bastante cómoda, aunque, ayer aparecieron unas goteras, pero en cuanto mejore el tiempo las voy a arreglar.
-Qué lástima, son cosas que pasan, al menos vos te das maña y vas a hacer un buen trabajo.
-Papá y Mamá nos dijeron que hagamos de cuenta que es nuestra ya que va a ser su regalo cuando nos casemos. En cuanto llegue la primavera hemos decidido pintarla. - Agregó María como si anunciara un viaje en primera clase alrededor del mundo.
-¡Eso! - Reaccionó la anciana. -No hay nada tan lindo como tener algún proyecto, aunque parezca chiquito, sobre todo cuando las cosas van mal y hacen que uno se quede entregado, quieto como si estuviera paralítico... o muerto. ¿Y a vos cómo te va en el trabajo? ¿Sin problemas? - Preguntó dirigiéndose a María.
-¿Problemas? No, problemas ninguno, sólo que cada día vienen más enfermos. No es el caso, pero parece que se hubiera declarado una epidemia y nadie se animara a reconocerlo.
-¿Parece? - Exclamó La Vieja como queriendo saltar de la banqueta. ¿Y vos crees que esto que estamos pasando no es una epidemia? Con tanta gente sin trabajo o ganando chauchitas que no le alcanzan para mal comer. ¿Qué querés? ¿Que además estén sanos?
-Lo comprendo. ¡Como no voy a comprenderlo si nosotros estamos en la misma cosa!
-Y si, casi todos. - Agregó la mujer pareciendo tranquilizarse.
-Debe ser eso que llaman globalización. - Sentenció Romualdo como al pasar.
-¿Globalización? - Repitió La Vieja extrañada. -¿Y de dónde sacaron a ese bicho?
-Es algo que leí en el diario como al pasar, pero si no entendí mal, es la causa de todo este lío. - Trató de aclarar el muchacho sin conseguir aclarar demasiado.
-Rara fauna debe ser. Venenosa, ¿no?- Insistió la mujer.
-No quiero parecer una sabihonda, pero lo de globalización está referido a que lo que se hace en determinado país, lo que pasa allí, especialmente si el país es importante y rico, después repercute en cada uno de los otros. - Dijo María queriendo ayudar.
-Según se ve, repercute especialmente lo dañino, porque de lo bueno nunca nos enteramos. - Reflexionó la anciana.
-Algo así. - Certificó Romualdo.
-Sí, debe ser un bicho nomás. Un bicho muy feo. Como una vinchuca, pero mucho más grande y mucho más malo. Desgraciadamente, no entiendo de esas cosas, me alcanza con padecerlas. - La mujer pensó en cambiar de tema, pero todos eran iguales o peores. Inevitablemente cayó en uno de ellos. -¿Y vos Romualdo? Todavía no has conseguido nada, ¿verdad?
El muchacho iba a contestar pero un trueno lejano y grave como un timbal tocado en sordina en el fondo de un escenario, pareció quedar suspendido, demorando la oportunidad de expandir su sonido. Los tres permanecieron expectantes, como esperando que el trueno se definiera más cercano y más vigoroso, pero sólo escucharon el silencio. Pasaron unos pocos segundos y llegó la respuesta de Romualdo.
-No. Me duele contárselo pero es así. Parece que el trabajo es como una moneda de oro detrás de la que todos corremos como desesperados. Cuando casi la vamos a tener entre los dedos, se esfuma.
-Alguien debe habérsela robado. - Sentenció La Vieja. - Y también debe haberse robado muchas otras cosas. Si no, no estaríamos así.
De pronto se escuchó más decidido y más cercano el trueno que antes había quedado esperando una nueva oportunidad.
-¡Carajo! - Reaccionó la anciana. -¡No me digan que va a llover de nuevo!
No fueron necesarias opiniones, y mucho menos, ninguna de esas predicciones que suelen presentarse en las conversaciones donde el estado del clima suele convertirse en tema central, porque la lluvia comenzó a golpear sobre el techo de zinc anunciando su presencia victoriosa.
-Ya habrán visto el barro al llegar. Tenía esperanzas de que empezara a secarse con un poco de Pampero, pero minga de Pampero, ahora se va a poner más feo todavía. Como no nos falta ninguna desgracia, encima más agua. ¡Qué porquería! ¡Cuando se terminará este maldito agosto!
-Como siempre el treinta y uno. - Definió Romualdo sin la intención de hacer una broma inoportuna.
-Falta que te hagas el gracioso poniéndote a jugar con el almanaque.
-Déjelo Vieja, tenemos tan pocas diversiones. Intercedió María.
-Yo diría que ninguna, pero está bien. Me lo merezco por ser tan quejosa. Después de todo, no sirve para consuelo, pero estoy segura de que debe haber otros que están peor. Es una pena.
-Me alegra que todavía disponga de tiempo para ocuparse de los demás. Habla a su favor. - Comentó Romualdo.
-Aunque te parezca mentira, es algo que hago todos los días... pobres desgraciados.
-Al menos mientras se lamenta por ellos se olvida de sus propias penurias.
Un nuevo trueno mucho más firme y más cercano cortó la conversación. La mujer se sobrepuso y siguió con lo quería decir.
-No sé si lo hago por eso. - Aclaró La Vieja. -En una de esas se debe a la consideración que les tengo... aunque no los conozca. El barco se hunde y yo estoy en la proa, pero tengo presente que no viajo sola, que desde aquí hasta la popa hay una larga fila de gente que como yo, no merece ahogarse.
-¿No sería mejor buscar los botes salvavidas? - Preguntó María.
-¡Sería inútil! Apuntó la anciana. Con ellos pasó lo mismo que con la moneda de oro de que hablaba Romualdo. Se los robaron a todos, uno por uno. Después los vendieron y vaya a saber por dónde andan.
-Seguro que es así. Sólo falta averiguar qué podemos hacer nosotros para recuperarlos. - Dijo María lánguidamente, sin mirar a nadie.
-¿Nosotros? - Continuó La Vieja. - Mirá, en este país nos creemos todos muy vivos pero cada día me convenzo más de algo que te va a llamar la atención, y es que en realidad somos muy brutos, y también pongo adentro de la bolsa a aquellos que parecen los más inteligentes. Son tan burros como los otros, sólo que un poco más pícaros. Pero inteligentes en serio debe haber muy pocos, y siento que son los peores porque casi todos cometen el mismo error: se quedan callados y miran para otro lado.
-Está bien. - Insistió Romualdo. No voy a discutir lo que usted dice. Sólo le preguntaba que debemos hacer nosotros para recuperar los botes.
-¿Nosotros? Lo único que podemos hacer es cambiar y dejar de correr detrás de la zanahoria, porque las zanahorias se acabaron hace tiempo. Y además, tener alguna esperanza, eso, por lo menos aquellos a los que les queden suficientes fuerzas para semejante proeza.
-¿No es pedir demasiado? - Terció Romualdo.
-Claro que sí, pero en estas ocasiones es cuando hay que sacar afuera el carácter, como si fuera un cuchillo afilado un instante antes de la pelea, y sentirse dispuesto a matar o morir. Es la única forma para evitar que nos sigan pasando por encima.
-Usted sí que tiene carácter. Da gusto escucharla. - Aseguró María.
-¿Sabés qué pasa querida? El gallo viejo tiene la carne dura y la piel más todavía, y mucho más, si la única comodidad de que dispone es pasearse por su propia soledad como si fuera un jardín. Allí vive expuesto a todos los vientos y a todos los soles, y en esa tierra, la misma basura son el invierno y el verano, ingratos y crueles como una maldición. Pero hay que seguir, ¿sabés? porque las grandes batallas no se ganan con resignaciones sino poniendo el cuero. Esto grábenselo bien, porque si no lo hacen, cuando me muera voy a venir para tirarles de las patas mientras duermen... por cobardes. Y no me pregunten nada más porque no voy a saber qué contestarles. Recuerden que soy tan burra como cualquiera, seguramente, un poco más.
María y Romualdo percibieron que La Vieja había ido cargando temperatura hasta casi no poder soportarlo, y cada uno por sí mismo, decidió que lo mejor era cortar el momento para evitar que la presión hiciera estallar la casilla. El muchacho fue el primero en ponerse de pie.
-Mejor nos vamos. Por hoy ya la cargoseamos bastante.
-Pero no hijo, si ni siquiera les he cebado los mates que les prometí.
-Otro día mama, otro día.
Ella reaccionó como si acabara de hacer el mejor de los descubrimientos.
-Me decís mama como José.
-No le molesta. ¿o si?
-¡Cómo va a molestarme que me des el mejor de los títulos!
Aunque le hubiera gustado Romualdo no quiso envolverse en ternuras que le parecían no corresponderse con lo que habían venido hablando. Por eso trató de mostrar una firmeza que no sentía.
-Vamos María, -dijo- tengo miedo de que vaya a llover más fuerte.
Como por arte de magia en las manos de la muchacha apareció un paraguas. Besaron a La Vieja y fueron hasta la lona que tenía el rol de puerta. Afuera ya era de noche.
-Chau Vieja, en cualquier momento le caemos de nuevo. - Afirmó Romualdo a modo de despedida.
-Tómenos la palabra porque en dos o tres días estaremos por aquí.
-Todas las veces que quieran. Cuídense mucho y que tengan suerte.
Los visitantes entraron en la oscuridad de afuera mientras un relámpago pareció querer indicarles el camino. La Vieja mantuvo la lona levantada para verlos alejarse, asomando un poco la cara que rápidamente se cubrió de gotas tan atrevidas como impiadosas. Entre ellas y las dificultades de su vista, impidieron que observara como María y Romualdo tomados de la mano avanzaban dificultosamente chapoteando en el barro gomoso, pero sin detenerse, como si estuvieran seguros de que un poco más allá estaba la tierra firme que buscaban. Hasta que un nuevo relámpago le permitió al menos presentir sus figuras ya alejándose bajo la lluvia. Entonces hizo una exclamación que pudo haber sido un reproche o una plegaria.
-Son mis hijos Dios, pero también son los hijos de todos. ¿Hasta cuando vas a esperar sin hacer nada?
F I N
sábado, 25 de agosto de 2007
Capítulo 34. Final de la novela.
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Ricardo Antin,
sur paredón y
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