jueves, 23 de agosto de 2007

Capítulo 32

32

Monsieur Delevreaux no aportó ninguna información. Más allá del precio de las carnes, aves, verduras y vinos, parecía ignorarlo todo. Lo único que logró fue exasperar a Lancleau, pero éste acabó resignándose. Durante su larga carrera había conocido a mucha gente desaprensiva, y Delevreaux era otra de ellas. El mundo podía estallar a su paso, pero todos seguirían sumergidas en sus pequeñas ocupaciones, sin otra preocupación que llevarlas a cabo más o menos aceptablemente.

Más tarde, en la sala de interrogatorios, los dos policías se sentaron frente a la mesa junto a la cual ya estaba ubicado Stefandrel. El detenido se mantenía impasible, amagando el dibujo de una sonrisa que no terminaba de instalarse en su boca, como si después de un encuentro casual en la calle, aquello se tratara de compartir una charla con viejos amigos. El Inspector procedió parsimoniosamente a colocarle tabaco a su pipa para luego encenderla. Si estaba ansioso por conocer la información que Baptiste podía proporcionarle, lo disimulaba a la perfección. Recién después de tomarse todo el tiempo que le pareció necesario, se dirigió al prisionero mirándolo fijamente.
-Monsieur Stefanfrel, antes que nada quiero anticiparle que sé perfectamente quién es usted. Ni siquiera su propia madre posee información tan minuciosa.
-Me siento halagado. Jamás creí que mis modestas actividades pudieran interesar tanto a la policía.
-Sus “modestas actividades”, como usted las llama, han ocasionado más de un problema aquí y en el extranjero, pero, dejemos eso y vayamos a nuestro asunto. ¿Qué hacía usted esta noche en el restaurante Julio Verne?
-Trabajo allí. - Fue la respuesta escueta y fría.
El Inspector no pudo ocultar un atisbo de irritación.
-Ya lo sé, pero no durante una huelga. ¿O sugerirá que en circunstancias tan inusuales, fue hasta el lugar porque había olvidado su pañuelo favorito y le urgía recuperarlo?
-Lo que podría decirle acaso le resultaría tan increíble como esa absurda historia del pañuelo. Nunca aceptaría que es la pura verdad.
-Amigo mío, - dijo Lancleau suavemente, como si fuera un niño insistiendo en que le relaten por milésima vez su cuento preferido. No prejuzgue sobre mi credibilidad. Soy un hombre confiado, póngame a prueba y no se defraudará.
Baptiste habló como si su voz emergiera desde el corazón de una grabadora.
-Proyectaba inutilizar el explosivo. Usted me sorprendió precisamente cuando estaba por comenzar a hacerlo y malogró mi propósito. Esa era mi única intención.
-¿De manera que me considera el causante de que kilos y kilos de ese maligno producto se mantengan intactos? ¿Debo pedirle disculpas por mi tonto sentido de la inoportunidad? - Lancleau hizo un gesto para evitar la respuesta que por otra parte Stefandrel no estaba dispuesto a darle. - Está bien, no me conteste si no quiere hacerlo, admito que son preguntas que no tienen respuesta. Pero bueno, supongamos que debido a mi extraordinaria bondad, que esta noche emerge purísima como el agua de una fuente, me siento inclinado a creerle... antes convendría saber con qué finalidad estaba ese explosivo en el restaurante, quién lo introdujo y quién iba a detonarlo.
-¿Si respondiera a eso, creería lo que dije antes?
-Podría ser, pero no estoy en posición de asegurarle nada. Mi buen corazón no llega a tanto.
-Está bien. - Afirmó el prisionero. - Correré el riesgo.
-Bien pensado, admiro a la gente atrevida. - Comentó el Inspector con sorna, pero sin tomarse el menor trabajo para disimularla. - Lo escucho.
Stefandrel hurgó entre sus ropas buscando los cigarrillos que no tenía, y luego pidió uno. Lancleau señaló su pipa excusándose por no poder satisfacer el requerimiento, y miró sugestivamente a Eizagirre. Este, de mala gana, extendió su cajetilla. Después que le dieran lumbre y de aspirar ansiosamente el prisionero comenzó a hablar.
-El explosivo fue llevado al restaurante con el propósito de volar la Torre. - Aunque aquella no era una novedad, escuchar la confirmación hizo que las manos de Lancleau se crisparan. Sólo pensar como posibilidad que el propósito hubiera tenido éxito le parecía una catástrofe. -La operación fue planeada por ETA, gente que vive en París y un hombre llegado desde España.
-¿Cómo introdujeron el explosivo en el restaurante? - Preguntó el policía para terminar afirmando. - No debe haber sido tarea fácil.
-En cajas de vino. Para eso se contaba con el despachador de la bodega...
Lancleau no quería dejar el menor cabo suelto.
-Muy ingenioso. ¿y cómo se llama ese tan dispuesto colaborador?
-Paul Delian.
-Así que Paul Delian... ¿Y cuáles son los nombres de los españoles?
-Ignoro sus apellidos, pero uno de ellos se llama Manuel, él hizo contacto conmigo. Lo conozco desde... bueno, lo conozco desde hace tiempo. El nombre del otro es Iñaki y llegó recientemente desde San Sebastián con el dinero y las instrucciones para ejecutar el plan.
-Bien... bien...-¿Con cuál de ellos se encontró en La Belle Ferronière?
-¿Sabe también eso? - Preguntó sorprendido el interrogado.
-Le asombraría conocer todo lo que sé. Pero déjeme a cargo de las preguntas y respóndame esta.
-Con el que se llama o se hace llamar Iñaki.
-Es maravilloso que ni siquiera usted esté convencido de que ese es su verdadero nombre. Pero dígame, ¿por qué razón se vieron?
-Debía entregarle la pieza que faltaba para armar el detonador. Puede parecer extraño, pero Manuel, que es experto en demoliciones no encontraba la original.
-Entonces este Manuel... ¿era el encargado de la detonación?
-Sí.
-¿No le sorprendió o no le pareció particularmente llamativo que un especialista hubiera perdido una pieza indispensable, y que fuera incapaz de encontrarla?
-No era mi responsabilidad juzgar esas cosas. Por otra parte, tal vez tenía la suya, pero necesitaba dos. -Comentó el prisionero permitiéndose por primera vez un atisbo de humor.
El Inspector aparentó no advertir la broma.
-No me ha dicho cómo establecía sus contactos con esta gente.
-No me lo ha preguntado.
-Lo estoy haciendo.
Eizagirre, a pesar de la tensión, disfrutaba siguiendo el interrogatorio que Lancleau manejaba como un lance de esgrima combinado con una partida de ajedrez. Tampoco podía negar que Stefandrel colaboraba como lo haría un gran actor que había ensayado a la perfección su rol, satisfecho de ser el partenaire de la primera figura del elenco.
-Manuel me llamaba al restaurante. Nunca me dió ni su teléfono ni su dirección.
-¿Y el otro? - Preguntó el Inspector queriendo cerrar todos los resquicios.
-Sólo sé que le asignaron un apartamento cercano al Arco de Triunfo.
-¿Podría ser en la Rue des Acacias?
-No puedo asegurarlo, pero podría ser. Esa calle queda a dos o tres cuadras del Arco. Me dijo que vivía por allí.
Todo parecía aclarado, pero no para el Inspector.
-Mi querido amigo, - le dijo a Stefandrel con la dulzura propia de una serpiente - volvamos al principio. Dijo usted que había ido al Julio Verne con el propósito de inutilizar el explosivo. ¿Creyó que eso era técnicamente posible?
-Lo era.
Lancleau no estaba satisfecho.
-Admitamos que lo fuera, y que no existía el riesgo remoto, verá que digo remoto, de que usted volara junto con su intento...
-¿Qué razones tenía para hacerlo?
Por primera vez desde que había comenzado el interrogatorio, Baptiste dudó y tardó en responder. Pero posteriormente se recompuso y contestó la pregunta con firmeza.
-Tomé conciencia de que estaba participando en provocar un daño irreparable. En mi oficio las cosas no se piensan demasiado, se me contrata para un trabajo y lo ejecuto, pero en este caso... bueno, en este caso me dejé llevar por la tentación sin medir las consecuencias... había mucho dinero de por medio...
-... ¿Cuánto? - Quiso saber el policía.
-Ciento cincuenta mil dólares.
-¡Diablos!... Es una buena suma.
Stefandrel no comentó nada respecto al dinero ni sobre la manera irregular con que le estaban pagando, y continuó hablando tranquilamente como si no hubiera sido interrumpido.
-Comprendo la opinión que tendrá usted de mí, pero finalmente, yo también soy francés, y la Torre Eiffel, es Francia. Por eso quería impedir su destrucción.
El policía recibió con frialdad la explicación.
-Créame que valoro grandemente sus sentimientos patrióticos, pero no comprendo porque primero se complica en esta operación, y a último momento... digamos que era el último, resuelve echarse atrás por razones tan... tan idealistas. Sobre todo, y disculpe mi sinceridad, tratándose de alguien que no se ha lucido demasiado en la exteriorización y el respeto a esos ideales. ¿No habrá ocurrido que el dinero prometido llegó sólo en mínima parte, algo así como un anticipo reducido, y usted recibió cierta información confidencial, para intuir que el resto se lo iban a entregar en forma de bala y penetrando en su espalda?
Aunque trató de disimularlo, el prisionero se sobresaltó.
-¿De dónde saca eso?
Lancleau no se amilanó.
-Digamos que de mi desbordante imaginación. Siempre me ha prestado una gran ayuda.
-No lo dudo, - dijo Baptiste con un dejo de cortesía. - pero su imaginación por brillante que sea, no serviría de prueba en un tribunal.
-De todas maneras, ¿qué pretende usted al presentarme toda esa historia del buen francés arrepentido? -Exclamó Lancleau irritado.
-Me sorprende Inspector, justamente cuando estaba comenzando a valorar su sagacidad. -Dijo Stefandrel permitiéndose también una ironía. -Es obvio que mi confesión persigue llegar a algún tipo de acuerdo. No es algo imposible.
Al policía no le extrañó la propuesta. Lo había venido sospechando desde que comenzó a notar que el prisionero se mostraba imprevistamente locuaz y preciso. La situación tenía cierta lógica. Baptiste había sido sorprendido in fraganti y pretendía eludir toda culpa derivando la responsabilidad hacia sus cómplices, confesando sus nombres y todo el diseño del plan, para terminar presentándose como un cordero que arrepentido a último momento asume una actitud salvadora. En suma, súbitamente, el culpable se convertía en inocente, el asesino se quitaba su máscara cruel y dejaba ver la cara del héroe de corazón puro sonriendo triunfalmente. El Inspector tuvo que admitir que no estaba tan mal pensado, por otra parte, Stefandrel tenía poco por ganar y casi todo para perder. Era una jugada difícil, pero no imposible. Un jurado podría considerarla más que atendible. Por fin, emergiendo de su reflexiones, dio a conocer su opinión.
-Está bien, prometo considerarlo. Ahora... -estuvo al borde de decir algo pero se contuvo como si bruscamente hubiera cambiado de opinión - ...por esta noche hemos terminado. - Después, se puso de pie, y dirigiéndose a Eizagirre, le dijo: -Por favor, acompáñeme, quiero hablarle. Los dos abandonaron silenciosamente la sala mientras Stefandrel era conducido a su celda.


A Eizagirre y Lancleau les hubiera gustado establecer si considerar cercana la finalización del caso obedecía a la lógica de una investigación, o era simplemente sólo un deseo compartido. Habían llegado hasta la oficina sin cambiar palabra, como si necesitaran concentrarse por separado para alcanzar las definiciones que consideraban imprescindibles. A poco de sentarse, el español fue el primero en hablar.
-Coincidirá conmigo Inspector, que es menester detener a este Iñaki cuanto antes. El conserva la pieza para el detonador y mientras esté en sus manos, la situación no resulta nada tranquilizante.
-No se apresure Eizagirre. Quiero creer que está todo bajo control. El sospechoso permanece en el apartamento en que vive dispuesto a tomar alguna iniciativa. Pero está vigilado y aunque él lo ignore, listo para caer en nuestras manos apenas se mueva, y mucho más, si ese movimiento está dirigido a realizar algo abiertamente agresivo.
-Entonces...
-Un momento amigo mío. Ha surgido algo...- Lancleau había detenido la frase de su colega como si no quisiera perder una idea que acababa de hacerse clara en su mente. - ... que no me gusta nada. ¿Recuerda usted la broma de Stefandrel cuando le pregunté si no era extraño que un experto en demoliciones no contara con piezas indispensables para realizar su... ejem... trabajo, o peor aun, que las perdiera y no pudiera encontrarlas? ¿La recuerda? - repitió.
-Sí... él dijo: “tal vez Manuel necesitaba dos”. Pero eso, ¿qué puede significar? De seguro fue una bravata, y si me lo permite, acaso hasta “celos profesionales” nacidos de alguna diferencia que desconocemos. Debe haberse tratado de eso.
Lancleau adquirió un tono lúgubre.
-Puede ser pero no lo creo. Tal vez Stefandrel no lo sepa, aunque... acaso puede significar que hemos desbaratado un atentado, pero hay un segundo en marcha, algo así como un plan complementario o alternativo. El detonador que supuestamente se iba a usar en la Torre ya está armado. La pieza que está en poder de Iñaki es para armar el que se utilizará en otra parte. Es obvio que esta segunda operación fue decidida cuando la idea de volar la Torre ya estaba implementada. Por eso había un solo detonador completo. En otras palabras, Manuel no perdió ni buscó el componente para este segundo detonador... ¡Nunca lo tuvo en su poder! Por eso necesitaba que se lo proveyeran para cumplir el siguiente cometido y completar su doble tarea.
-Pero... -Comenzó a decir su interlocutor entre dubitativo y temeroso. El Inspector lo interrumpió sin contemplaciones.
-¿Es que mi conclusión le parece desacertada?-
-Nada de eso. Y muy por el contrario, me temo que sea trágicamente correcta.
-¿Entonces?... -musitó inquisitivamente Lancleau como si esperara apoyo para tomar una decisión definitoria.
-Entonces vamos para allá, -reaccionó nerviosamente Eizagirre -es imperioso detenerlo.
-Si estoy en lo cierto, y creo que lo estoy... - Confirmó el Inspector. -¡No debemos perder un solo segundo para frustrar también este nuevo intento! Vienen cometiendo errores, pero son profesionales de cuidado y eso lo respeto. Estoy convencido de que esta vez van a hacer lo imposible para no equivocarse. - Poco después, los dos policías y seis gendarmes, partían en dos automóviles rumbo al apartamento de Iñaki.


Cuando se acercaba el amanecer, Iñaki había agotado su provisión de cigarrillos. Después de esa desalentadora comprobación, se acercó por enésima vez a la ventana para verificar si el auto que había venido mirando permanecía allí. Ya estaba por abandonar su puesto de observación, cuando llegaron velozmente dos vehículos que se estacionaron junto al permanecía allí. De ellos descendieron varios hombres que corrieron presurosos hacia la entrada del edificio. Entonces no tuvo que considerarlo dos veces para intuir de qué se trataba. Por fortuna, previsoramente había estudiado la posibilidad de huir por una salida que no fuera la convencional y ya tenía seleccionada esa ruta de escape. Después de tomar “la pieza” y su revólver, sólo tuvo que abrir la ventana que daba a un patio interior. Caminando cuidadosamente por una estrecha cornisa, llegó a una escalera metálica que desde la planta baja ascendía hasta los techos. Se tomó a ella y comenzó a subir.
En la calle, luego de haber despertado al portero para que abriera, la policía entró en el edificio. Eizagirre, Lancleau y uno de los gendarmes tomaron el ascensor, y los otros subieron apresuradamente por las escaleras emplazadas a su alrededor. Ya casi ganando los tejados, Iñaki pudo escuchar como el grupo irrumpía estruendosamente en el apartamento. Después, tratando de no hacer ruido, comenzó a buscar la manera de descender a la calle adelantándose a las luces del día que lentamente comenzaban a insinuarse. Al no ver al hombre que buscaban, Eizagirre tardó muy poco en descubrir la ventana por la que había huido. Decididamente, seguido por Lancleau y tres gendarmes, tomó ese camino. Impulsado por la desesperación, arriba Iñaki corría descuidando las prevenciones que había tomado en un principio. Su apremio le impidió advertir un caño colocado casi a ras del piso, que le hizo tropezar y caer pesadamente. Pero eso no era lo peor. El tobillo había hecho impacto con el metal, y al incorporarse, sintió un dolor muy intenso que dificultaba sus movimientos y le restaba celeridad. Esforzándose a pesar de la renguera, continuó trabajosamente su marcha, hasta casi ganar un pozo de luz que daba a una de las casas contiguas. Para entonces, los policías ya recorrían el techo en su busca y estaban a poco más de veinticinco metros. Desde allí, surgió estentórea la voz del Inspector Lancleau.
-¡Iñaki o cómo diablos se llame! Esta es la policía, le ordeno detenerse o abriremos fuego.
Por toda respuesta, en la naciente y brumosa claridad del día se vio surgir un destello desde el lugar adonde presumiblemente se encontraba el perseguido. Alcanzado por el disparo, el Inspector cayó de bruces. Sus compañeros se acercaron para socorrerlo, pero aún en el suelo el francés conservaba su carácter.
-No es grave, me ha dado en el hombro y todavía no preciso enfermeras... ¡Persíganlo y no lo dejen escapar! ¡Eizagirre, es imprescindible impedir que ese hombre huya con el componente del detonador!
Pero Eizagirre ya no lo escuchaba, porque corría en dirección al lugar de donde había provenido el disparo. Pudo ver como trabajosamente, Iñaki trataba de huir por una escalera similar a la descripta anteriormente, que también descendía, hacia un patio techado de vidrio en la planta baja. Avanzando todo lo ágilmente que su pesado cuerpo le permitía, el policía llegó a pocos metros del fugitivo, precisamente cuando este trataba de ganar la posición para bajar. Pudo ver que sólo los hombros y la cabeza de Iñaki emergían del pozo de luz, pero también su mano pronta a disparar sosteniendo el arma que lo apuntaba. Era su vida o la del etarra, pero más que eso, era la “pieza” que se armaría para la destrucción. Entonces no dudó, orientó su pistola y oprimió el gatillo. El certero proyectil dio en la frente de Iñaki y lo arrojó hacia atrás precipitándolo al vacío. Seguido por los gendarmes, el español bajó inmediatamente por la escalera, y encontró el cuerpo desplomado sobre el techo de vidrio. El material había resistido sin romperse el impacto del cuerpo y apenas mostraba una pequeña rajadura. Eizagirre comprobó que a dos metros estaba el revólver que Iñaki no había podido usar por segunda vez, y que en su rígida mano izquierda, mantenía aprisionada la pieza del detonador.

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